LOS TÍTERES QUE FUERON VETERANOS DEL 79

Función de los títeres Punch and Judy, equivalentes ingleses de Cristóbal y Mamá Laucha, en las calles de Londres durante la época victoriana. Caricatura histórica publicada en el sitio Titeresante.es.
Es preciso advertir que el teatro de títeres ha estado presente en Chile desde tiempos coloniales, hallándose ya en un buen momento de desarrollo como espectáculo para el siglo XIX, al ser llevado también a la Guerra del Pacífico. Hubo casos provenientes del quehacer de la fe al final del coloniaje, además, como las figuras con movimiento que los sacerdotes monarquistas de Chillán hicieron durante la Reconquista: una Virgen María que era capaz entregar con su brazo el bastón de mando del oficial realista de la plaza. Su existencia se verifica el "Extracto de un oficio del supremo gobierno del 12 de enero al gobernador intendente. Relativo a la conducta de los franciscanos de Chillán", publicado en "El Monitor Araucano" N° 12 de 1814. Existe también un comentario de Juan Egaña sobre la presencia de estas mismas imágenes móviles en la Iglesia de Santo Domingo de la misma ciudad, en "El chileno consolado en los presidios o filosofía de la religión”.
Los títeres de orientación más festiva o recreativa guardaron relación importante con manifestaciones como la mojiganga, al punto de que se les llegó a llamar de esa forma en Chile. Esta farsa carnavalesca se ejecutaba con disfraces y representaciones de fantasía: fuera de su carácter callejero y gracioso, acabó asociándose también a obras de “teatro breve” con diálogos en prosa y otras artes populares de la época. Antaño se vinculaban artísticamente, además, con la comedia mágica y las llamadas fantasmagorías, correspondientes a funciones de efectos logrados con viejos modelos de proyectores de luces traídos desde Europa como la linterna mágica, junto con combinaciones de los mismos aparatos en salas oscuras, a veces causando pavor a los asistentes por lo impresionantes que llegaban a resultar los trucos ópticos.
Es conocido por los aficionados al tema de marras el hecho de que España ya estaba bien familiarizada con el títere de guante a la sazón y que en Lima había funciones de muñecos cuanto menos desde 1630, cuando se ejecutaron rutinas de estas artes en el Convento de San Francisco. La presencia de los títeres como manifestaciones de la diversión popular y hasta útiles para el discurso propagandístico se extendería en Chile llegando a tocar instancias de la recreación más modesta, entre las que destacaban las chinganas y las comedias volatineras de los tiempos republicanos. Se sabe, por ejemplo, que el empresario teatral Joaquín Oláez y Gacitúa había estado realizando en el Virreinato de Buenos Aires presentaciones con títeres antes de llegar a Santiago e instalar un teatro en la popular y chinganera calle de las Ramadas, actual Esmeralda, hacia fines del período colonial chileno.
Si bien no hay alusiones explícitas en la crónica para demostrar el uso temprano de títeres y marionetas en el país, sí están los indicios claros de aquello. Uno proviene del nombre que recibió un pasquín político, posiblemente de don Manuel de Salas: “Titilimundi”, el que con otro folleto intitulado “La Linterna Mágica” abriría un frente de lucha política valiéndose de la sátira editorial y del humor en los primeros años de la marcha independentista. El nombre de la publicación se refería a los espectáculos de titilimundi o titilimundo, como se conocía a las casetas, retablillos y cortinas para funciones de títeres, hoy llamadas más precisamente titirimundis. Otra señal asomó en los registros cuando fue abierto un pequeño teatro al lado de la Plaza de Armas por el lado en donde está ahora el Portal Bulnes: llamado Teatro Nacional y fundado por don Carlos Fernández, el concesionario del Café de la Nación bajo cuyo alero se creaba el nuevo recinto, fue criticado por el periódico “El Verdadero Liberal” del 22 de junio de 1827 comparándolo con “un corral de títeres”. Esto deja a la vista que el arte de los muñecos animados, fueran de guante, dedos u otra modalidad, ya era conocido en la sociedad chilena.
Visto así que el títere estaba presente después de la Independencia, en “El anónimo oficio de los titiriteros en Chile” el investigador del gremio, Sergio Herskovits Álvarez, define la centuria decimonónica como “el siglo de oro” del teatro de muñecos chilenos, cuando las chinganas y fondas de la época habían adoptado ya los números de titiriteros en sus programas. En 1852, además, se había establecido una patente para los establecimientos de ese tipo que tuviesen billar, música, baile, volatín, canto y a los mismos títeres, pagada a beneficio de las municipalidades.
El autor identifica avisos publicitarios en “El Mercurio de Valparaíso” de enero de 1867, además, anunciando presentaciones del conocido títere llamado Don Cristóbal en el Jardín de Recreo de los señores Long y Cazenave, por una compañía del Negro Espejo, artista destacado del rubro y quien tendría importantes apariciones después en los campamentos de la Guerra del Pacífico, pues fue muy activo entre los espectáculos que se llevarían a las tropas chilenas. Estas exhibiciones titiriteras en la costa partieron con un éxito rotundo y contaron con intermedios musicales de zamacueca a la chilena, según lo que se desprende de la prensa que describía las presentaciones.
Sin embargo, en la función del 19 de enero siguiente hubo un penoso y grande escándalo: los muñecos y su corral acabaron siendo atacados por parte del público, arrojando peras y duraznos, cuando intentó representarse el reciente Combate del Callao con piezas de modelismo naval incluidas. Era la batalla de 1866 que puso fin a la guerra de Chile y Perú contra la flota española, tras la ocupación de las islas Chincha. La inusitada reacción de los presentes se debía a que los ánimos aún estaban sensibles por el criminal bombardeo hispano a Valparaíso, sucedido ese año y antes de que la flota enemiga partiese al Callao, así que la explosión emocional fue inevitable y el señor Long debió salir a terminar abruptamente la función al ver que era imposible e insensato tratar de continuar. En el día siguiente, la compañía de títeres se presentó otra vez en el Jardín de Recreo casi como un desagravio, pero ahora a cargo del maestro peruano Mateo Jeria, quien tenía más experiencia que Espejo y también iba a ser después parte de los equipos de entretención artística para los soldados de Chile en el conflicto de los desiertos. Por precaución, sin embargo, el muñeco Don Cristóbal, tan asociado a la Península, no fue incluido en esa nueva función. De todos modos, los empresarios decidirían irse de Valparaíso ante la hostilidad del público por las ahora pocas proyecciones favorables al negocio.
En 1871, ya más cerca de la guerra, la Municipalidad de Santiago contrató a la compañía de “monos de palo” del maestro Fernández para que actuaran en las Fiestas Patrias. Por la misma época se presentaba cada fin de semana en la Plaza del Reñidero de Gallos (hoy Plaza Andrés Bello, en calle José Miguel de la Barra) el penquista José Santos, mientras su mencionado colega Jeria lo hacía ahora en la Plaza Nueva de calle Gálvez (hoy Zenteno), con populares muñecos como el mismo Don Cristóbal, según dice Enrique Cerda Gutiérrez en “El teatro de títeres en la educación”. Era costumbre de niños y familias ir también a las funciones de Ño Samuel Tapia, otro titiritero quien tendría su propia participación artística en la Guerra del 79. Entre sus muñecos destacaban los recurrentes personajes Don Cristóbal, Mamá Laucha, Don Canuto de la Porra y el Negro.
Con la creación del paseo del cerro Santa Lucía durante la Intendencia de don Benjamín Vicuña Mackenna, entre 1872 y 1874, se hizo corriente que algunas compañías de circos desplegaran sus pistas en la plaza al pie del mismo o en sus terrazas. Ya en 1875 llegó a instalarse en un teatro al aire libre del cerro con una de estas compañías, la que ofrecía funciones de títeres, además. Sin embargo, es sabido que el distinguido intelectual no estaba del todo contento con la presencia de las chinganas, espacios en donde se daban también funciones de sainetes, volatines y títeres. De este modo, en otra de las curiosas contradicciones de su vida, quiso prohibirlas para ser reemplazadas por casas de diversión popular con mejor perfil, haciendo una propuesta de esto al Ejecutivo y Legislativo en 1872.
Vicuña Mackenna no lo sabía, pero faltaba poco para que la Guerra del Pacífico estallara dando un nuevo empleo y utilidad a los muñecos de los maestros titiriteros del país. Así, no bien sonaron los primeros clarines de 1879, Ño Tapia partió a ofrecer entretención a los soldados con su set de personajes manuales. Muchos colegas suyos, de hecho, fueron contratados para el mismo propósito y otros comenzaron a llegar voluntariamente a brindar diversión con sus títeres “de palo”. En poco tiempo se volverían una de las más valiosas distracciones para la soldadesca, de hecho, haciendo un poco menos amargos los teatros estériles y agrestes de la guerra. Habría sido el propio ministro de Guerra, don Rafael Sotomayor Baeza, quien buscó reclutar espectáculos de circo, música y títeres para la entretención de soldados y mantener así la moral alta.
El aporte de titiriteros en la guerra tuvo alcances culturales importantísimos: serían muy relevantes en la expansión de la popularidad de estos personajes fantásticos como consecuencia directa de su actividad allí, además de llevar parte de los encantos de la vida civil de vuelta a los reclutas. Fue por estas mismas razones que Nicolás Palacios, intelectual de ideas nacionalistas y quien estuvo también cargando su arma en los desiertos en llamas, conocía tan de cerca a aquellos muñecos y sus nombres como para nombrarlos incluso en “Raza chilena”, su conocido y controversial libro sobre el origen de la chilenidad:
También son góticas las interjecciones “¡hupa!” que decimos cuando ayudamos a alzarse a un niño u otra persona, y el grito de entusiasmo o contento “¡hia!” como el “¡hopa!” u “¡houpa!” para detener con imperio.
Entre las muchas costumbres godas que conservamos los rotos existe en los campos la de detener al conocido que pasa con la frase: “¡Hopa, amigo!, ¿p’onde he va pasando? ¿Qué no ve qu’ethoi yo aquí?”, con tono de reconvención o desafío en broma.
El héroe invisible de los títeres de Chile, don Cristóbal, aparece en el retablo desafiando a cielo y tierra y diciendo a grandes voces: “¡Yo soy don Cristóbal!, ¡hopa!, ¡hopa!, ¡hopa!”, cacarea como gallo y bromea el gorro. Es una parodia de la antigua costumbre de los desafíos entre los godos, como es una reminiscencia atenuada de lo mismo la costumbre dicha de los campesinos chilenos.
Esa interjección no la he encontrado documentada, por lo que persistió, como tantas otras palabras del mismo origen, sólo en el habla, y por ese mismo camino llegó a nosotros, siendo por tal motivo mirada como nacida en nuestro suelo.
El héroe titeresco agrega generalmente a su nombre el del lugar de su nacimiento, como acostumbraban los Godos: “Yo soy Ruy Díaz, el Cid Campeador de Vivar”. El de mi tierra, de voz estentórea, gritaba: “Yo soy don Cristóbal de Colchagua, ¡hopa!, ¡hopa!, ¡hopa!, ¡hopa!”.
Como Ud. sabrá, los títeres chilenos son unas figuras de madera más bien pintadas que talladas, con escasa indumentaria y sin brazos, y el retablo, que representa el palenque, está reducido a una cortina por sobre la cual las figuras asoman de medio cuerpo arriba.

Grabado "Títeres" de Giovanni Volpato, en el Museo de Gadagne de Lyon, pasado en un cuadro de Francesco Maggiotto del siglo XVIII.

La portada del libro francés "Le Petit Théâtre de Guignol", de 1874, muestra un típico "títere de cachiporra" de la época, categoría a la que pertenecía don Cristóbal.

Caricatura "A diestro y siniestro", en donde se ve al títere Don Cristóbal armado con su cachiporra y todo un teatro de muñecos con caras de políticos de la época, en el primer ejemplar del periódico satírico llamado también "Don Cristóbal", del 1 de abril de 1890.

Regimiento Lautaro en Iquique, en lo que ahora es la Plaza Prat, hacia 1879. El perro que se ve echado al final de la segunda fila de formación, podría corresponder al mítico can Lautaro, la mascota de la unidad.

Lámina de la Batalla de Tacna o del Campo de la Alianza del 26 de mayo de 1880, publicada en la revista "El Peneca".

Función de títeres al aire libre en Peñalolén, organizada por el general Elías Yáñez, a la sazón comandante en jefe de la II División (dato de Herkovits Álvarez). La imagen fue publicada por la revista “Sucesos” del 10 de marzo de 1910, con el siguiente texto: “Un tony anuncia que va a empezar la representación de títeres. El general y su familia entre los asistentes a este suceso teatral”. La simpatía del mundo militar y los veteranos del 79 con los títeres venía desde las funciones que presenciaron en campaña, durante la Guerra del Pacífico.

Una chingana de San Bernardo en la revista "Zig-Zag", publicada en el Centenario Nacional (1910). Herskovits Álvarez observa que atrás de las cantoras y los bailarines de cueca, en donde están las cortinas, se ve un telón que se levantaba por los titiriteros para sus funciones.

Montaje completo de un teatro Guiñol en la revista "Zig-Zag" de 1910.
Por su parte, el cirujano Senén Palacios, hermano de Nicolás y veterano del 79 como él, también recordaba aquellas funciones titiriteras de los días de la guerra. En su caso, lo hace en páginas de la obra “Otros tiempos”, al momento de referirse a las fiestas y distracciones que eran dispuestas para los soldados de Chile en el campamento del valle de Sama, al sur de Perú:
El vivac del ejército chileno estaba formado de ranchos y rucas de cañas que servían de cuarteles a las tropas, extendiéndose sobre la barranca del río en una larga calle que iba desde las Yaras hasta el caserío de Buena Vista, cuya iglesia servía de hospital. Desde la torre podía observarse el conjunto animado y pintoresco de todo el campamento y una gran extensión del ancho valle, entre cuyos verdes y tupidos cañaverales se deslizaba como una serpiente el río.
Se estaba casi en vísperas de una gran batalla.
Al toque de diana, tocado alegre y ruidosamente por todas las bandas, despertaba el campamento, oyéndose conversaciones, risas y el ir y venir de los soldados, que se distraían jugando como niños, luchando unos con otros, mascando charqui y galleta, chupando cañas de azúcar, diciendo dicharachos intencionados. El día se dedicaba a ejercicios; en las tardes los soldados distraían sus ocios en representaciones de títeres, en los que don Cristóbal, Severico, Josecito bajo el mate, o Mama Laucha hacían alusiones picantes a los incidentes de la campaña y a la actitud de algún oficial o jefe. La superioridad militar se vio obligada a tomar medidas disciplinarias.
La existencia de aquellas reacciones de la jefatura descritas por Palacios, con medidas austeras y gravosas en ciertos casos, es confirmada por el historiador Gonzalo Bulnes en su fundamental obra “Guerra del Pacífico”. Lo que específicamente se querían evitar a toda costa con ellas (y no siempre con éxito) eran las burlas veladas o descomedidas, pues se lanzaban al viento en las rutinas de los títeres y en otras manifestaciones de sorna apuntando hacia los altos oficiales o autoridades, en lugar de limitarse a emitir arengas de gallardía y patriotismo entre las tropas, que era aquello que muchos esperaban de los libretos de cada función.
La noticia de las funciones a realizarse en la proximidad de los días corría de boca en boca y llegaba rápidamente a oídos de todos, partiendo así hasta el campamento de la respectiva unidad en donde sería ejecutada la presentación. Algunos personajes fueron actualizados o creados de acuerdo al respectivo tejido noticioso del conflicto, además, como sucedió con un títere del presidente boliviano Hilarión Daza, caricaturizado frecuentemente como un borrachín. Otro era del presidente peruano Mariano Ignacio Prado, quien aparecía representado como altanero y engreído; y el muñeco representando al dictador peruano Nicolás de Piérola, tan vanidoso en escena como en su versión de carne y hueso. Había algo de memoria oral en los contenidos del sencillo espectáculo, por consiguiente.
La actividad de los muñecos en escena no provino sólo de los maestros titiriteros, sin embargo: también surgía de la astuta improvisación entre soldados, algunos manejando desde antes el oficio y otros, tal vez la mayoría, aprendiéndolo en el camino gracias a las presentaciones de Espejo, Tapia, Jeria y tantos otros en los campamentos, por lo que se hizo inevitable que quisieran imitarlos creando sus propias figuras. En “El Álbum de la Gloria de Chile”, por ejemplo, Vicuña Mackenna expresó un singular encanto por la inventiva que fueron capaces de demostrar los chilenos en esas y otras actividades de esparcimiento:
Largo, pero gratísimo trabajo sería el que modesto pero perseverante patriotismo impondría al cronista de la pasada guerra: el acopio de todas las comprobaciones del heroísmo individual del soldado en los combates, de sus ingeniosas invenciones y de sus felices dichos en el campamento, fuera en el volatín, fuera en el drama, fuera entre los muñecos de sus títeres, por ellos mismos fabricados, pruebas todas las ingenuas y decidoras del inagotable buen humor del roto chileno hecho peregrino combatiente por su patria.
El veterano Antonio Urquieta expone algo más sobre aquellos casos y sus consecuencias en sus "Recuerdos de la vida de campaña en la Guerra del Pacífico", precisamente al momento de recordar las obras de teatro, maromas y números de títeres que los soldados improvisaban para matar el tiempo al interior de Pisagua y entre los campamentos chilenos de la misma costa desértica tarapaqueña. Dice, entonces:
Los títeres fueron prohibidos porque los monos eran muy francos y se descomedían en sus gracias: hacían reclamos que podían considerarse como graves faltas de disciplina. Pedían cosas que en muchas ocasiones fueron faltas que no se pudieron subsanar, reclamos por comida, por vestuario, por los castigos, etc.
Los soldados eran muy diestros para manejar a los habilidosos monitos, echar en cara sus agravios y reclamos.
En sus extraordinarias memorias tituladas “Seis años de vacaciones. Recuerdos de la Guerra del Pacífico, 1879-84”, el veterano Arturo Benavides Santos también recuerda algo de aquella clase de presentaciones de títeres en el campamento de Pachía. Sus palabras también confirman el valor que daban los chilenos a los sencillos pero gratos espectáculos:
En casi todos los cuerpos se habían organizado compañías de títeres por algunos soldados y clases aficionados, y creo que hasta algunos profesionales, y todas las tardes funcionaban. Entre los concurrentes solía haber algunos oficiales y hasta jefes. Eran funciones que divertían mucho a la tropa, especialmente cuando los muñecos caracterizaban a algún jefe u oficial. Recuerdo que en una de ellas se remendó al comandante Robles en cierta incidencia que había pasado uno de esos días. Estaba el comandante sentado en la puerta de su casita y fue un soldado a pedirle cinco pesos a cuenta de sus haberes. Consintió y le dijo que hiciera el recibo a caja para ponerle su visto bueno. Fue oro, y después varios más, y a todos les decía bueno. Corrió la voz de lo que pasaba y se formó una larga fila de los que querían “echar un recibo a caja”. El comandante comprendiendo tal vez, que a todos no los podía complacer, escupe una piedra y dice: “Pondré visto bueno a los recibos hasta que se seque el escupo” y entre firma y firma socarronamente miraba la fila de soldados y el escupo, demorándose en firmar cada recibo, según el titiritero, más que en escribir la relación de una batalla.
En otra ocasión uno de los muñecos imitó al oficial encargado del rancho, y otros al sargento y soldados rancheros, representando escenas muy celebradas.
Ya en nuestro tiempo, Herskovits Álvarez suma algunos datos más a las distracciones titiriteras de los campamentos cuando aún eran de las pocas al alcance de los uniformados en aquellos paisajes tan solitarios y agrestes. Por esta razón, los títeres asomaban como una de las posibilidades de entretención más valoradas entre ellos:
Se comentaba que en una marcha forzada, los soldados preferían abandonar las frazadas que los protegían de las bajas temperaturas nocturnas del desierto, antes que dejar a los muñecos. Aunque no eran muy diestros para la confección de los títeres, para “emperejilarlos”, recurrían al buen gusto y delicadeza artística de las “cantineras” -mujeres que acompañaban a las tropas como enfermeras, para prepararles “el rancho” y otras labores domésticas-, las que con mucho gusto y gracias, les adornaban “los monos” para presentarlos al “respetable público”.
Puede decirse en forma categórica y segura, entonces, que los títeres estuvieron entre los más relevantes pasatiempos de la guerra, a pesar de los no muchos registros de esa epopeya artística transcurriendo paralela a la militar, prolongando, por varios años más, su reinado en la diversión popular. Estos muñecos no siempre estaban solos, por supuesto: las funciones incluían también a números circenses, expresiones de teatro profesional y el autodidacta, sesiones bailes, cuecas, etc. Fueron, pues, sólo una de las principales propuestas entre muchas más que tuvo la diversión para los veteranos del 79.
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