SOBRE VINO, CHICHA, CERVEZA, CHUFLAY, AGUARDIENTE... Y BORRACHOS

Soldados chilenos retratados bebiendo algún refresco en Lima (¿cerveza?) en fotografía de estudio de la Casa Courret, hacia 1881. Fuente imagen: colecciones de Pedro Encina en Santiago Nostálgico.
El vino y el aguardiente son como fantasmas penando sobre los batallones y regimientos de la guerra: aparece y reaparece al paso de los chilenos. Con buenas y malas posibilidades, entonces, el alcohol acompañaría a la soldadesca como tentación o bien como catarsis, desde que pusieron el primer paso en el puerto de Antofagasta, en la ocupación que sobrevino con la ruptura diplomática con Bolivia.
En la misma ciudad, el comandante del Regimiento Zapadores, teniente coronel Ricardo Santa Cruz, explicaba en una carta fechada el 14 de septiembre de 1879 -junto con lamentar las enfermedades y muertes dos de sus soldados- que el expendio de licor allí “ha llegado a ser una calamidad y no es posible tomar medidas en contra, por respeto a la ley”. Por esta razón, no se daba el dinero (20 centavos por cabeza más el valor del lavado, de dos pesos) ni puerta franca sino desde las 14 horas en adelante, para evitar las borracheras. “En efecto, con sus 20 centavos tienen para sus menudos gastos como cigarrillos, fruta, betún y apetitos”, agregaba, mientras que para poder beber alcohol sólo podían acceder a los caros licores juntando entre varios un monto de dinero, exponiéndose además a castigos por embriaguez consistentes en suspensiones de sus diarios. Lo necesariamente básico para la alimentación, en cambio, estaba garantido por el rancho, calificado por Santa Cruz como muy bueno.
Hay una anécdota posterior, reportada por el sacerdote Ruperto Marchant Pereira, en su “Guerra del Pacífico. Apuntes del Capellán de la Primera División”, al recordar los episodios del campamento de Yaras cerca del río Sama:
La víspera de la partida, volviendo el capellán de visitar a los enfermos, ya entrada la noche, con un farol en la mano, al travesar la plaza que va cuesta arriba, uno de los Cazadores de un grupo que llegaba, creyendo fuese el cura peruano, a quien se atribuía la celada, se abalanzó desenvainando su sable, y si otro de los soldados no le grita nombrándole al sacerdote, le raja la cabeza en dos mitades: -“Perdóneme, mi capellán, creí que era…” –“Sí, sí, ya te conozco, exclamó el alzando el farol, eres tú el mismo que el otro día de un caballazo echaste abajo la puerta de la botica, y me dijiste que andabas buscando té, y te estabas empinando un frasco de espíritu de vino”. –“¡Ei é! La acertó, mi capellán, como que todavía me arde la lengua como si fuera deseosio”.
Las escenas de ebriedad no eran cosa tan frecuente como pudiera creerse, dado lo estricto con se asumía esta falta en la jefatura militar. Empero, cuando se daban, ¡vaya que se daban!, llegando a asumir formas escandalosas, bochornosas y reprochables. Sí estuvo suficientemente presente, entonces, como para tomar varias medidas disciplinarias al respecto, a veces muy inclementes. Fue, además, la razón por la que el doctor Allende Padín, soltando sus inclinaciones acordes a la escuela higienista de la medicina, hiciera sugerencias preventivas tales como prohibir terminantemente el alcohol en todas sus variedades: aguardiente, coñac, ginebra, chacolí, vinos limona, etc. "La cerveza en dosis de medio litro por día seria útil en climas en que como este se transpira super-abundantemente", agregaba en el informe, recomendándola en el rancho de la mañana junto al café y también al cacao en zonas muy cálidas, aunque en baja cantidad.
Por su lado, el veterano Francisco Machuca celebraba en sus "Cuatro campañas de la Guerra del Pacífico” la calidad de los vinos y piscos con los que se familiarizaron en Locumba, al noroeste de Tacna. En Sama, de hecho, estas bebidas llegaron a volverse parte de la dieta misma que lograron hacerse los soldados:
Los campamentos de Las Yaras y Buena Vista, formados por verdes enramadas, carpas de lona y chozas de totora y fajina, presentaban el aspecto alegre y pintoresco de la pampilla nacional en las festividades de septiembre.
Los ingenieros y pontoneros habían unido ambos pueblos por un puente sobre el río, que facilitaba el tráfico de la tropa.
Se comía bien, se bebía buena agua: es cierto, mezclada con añejo aguardiente de Locumba, para evitar la crudeza del estómago y librarse de las tercianas, se entiende.
La ración de carne fresca, de charqui, de galleta y arroz, aumentaba con las verduras abundantes del valle. La modesta cazuela se convertía en cocido a la chilena, con choclos, cebolla de cabeza en cruz, papas, camotes, tomates; y a veces, trozos de chancho, de conejos o llamas.
El estómago se ponía regalón con esta vida de abundancia; pero todo placer es momentáneo. El valle recorrido a los cuatro vientos, no daba al fin para el puchero, no obstante la rebusca hasta varios kilómetros a la redonda.
La caña dulce terminó pronto, no porque la consumiera la tropa, sino porque hervida daba una especie de jarabe, que con agua y azúcar y pisco de Locumba, proporcionaba un refrescante agradable; desaparecieron los algodoneros y sauces convertidos en leña para el rancho; los surcos y caballetes de las tierras de cultivo, se revolvieron para extraer hasta el último tubérculo o la raíz alimenticia.
A pesar de las advertencias y de la fe depositada en el personal uniformado durante aquellas licencias, Machuca recuerda también los casos de mal comportamiento y la violencia derivada del consumo excesivo de alcohol, entre los que no resistían la tentación de pasarse de vasos más de lo prudente. Serían duramente castigados, por supuesto:
Después de las comidas de mañana y tarde, se reparte ración de exquisito vino de la comarca, a razón de medio litro por cabeza.
Los jefes toman estas medidas para evitar las borracheras; en las escapatorias nocturnas, el soldado bebe rápidamente, sin tasa ni medida, temeroso del castigo por abandono del cuartel.
La abstinencia de entonces se basaba en principios científicos y racionales; no proscribía en absoluto como ahora, el alcohol, sino que sistematizaba su uso.
Los males sociales son inherentes al hombre; los jefes no contrariaban a la naturaleza, la disciplinaban encausando la voluntad y educando el carácter. La ración de vino desterró la embriaguez.
Esta sabia medida se afirmó, después del fusilamiento de un cabo, que en inconsciencia alcohólica dio muerte a un peruano con quien se trabó en disputa por celos.
Juzgado y condenado dentro de las veinticuatro horas, solicitó como última gracia, morir de pie, después de una patriótica despedida. Había observado conducta intachable, valor a toda prueba y su único anhelo era entrar vencedor a Lima.
La beodez no era sólo patrimonio mapochino, por supuesto. Aunque el mito cristalizado en el discurso patriótico e historiográfico peruano señala a los chilenos entrando a Lima totalmente alcoholizados y encolerizados, la verdad es que los testimonios y registros ofrecen algo diametralmente opuesto: a los grupos alzados de la ciudad cometiendo saqueos en completa ebriedad, arrasando los navíos del Callao y a la propia población civil de la capital, ya acéfala e incontrolable. Es lo que deja escrito, por ejemplo, el alto oficial y luego fundador de la Oficina de Inteligencia Naval de los Estados Unidos, Theodorus B. M. Mason, en "Guerra en el Pacífico Sur":
Ya entrada la noche los extranjeros se reunieron y aprovechando el estado de ebriedad de los asaltantes pudieron someterlos y poner orden, no sin tomar terrible venganza contra los saqueadores. En Lima la Guardia Urbana se organizó el lunes por la mañana y trabajando enérgicamente pudo limpiar las calles de revoltosos mientras la compañía de bomberos voluntarios apagaba los incendios.
En tanto, los cucalones, esos civiles chilenos metidos por diferentes razones en los devenires de la guerra y a los que tanta alergia se tenía entre los uniformados de todos los rangos, parecen haber tenido una sensibilidad especial por las seducciones etílicas. Varios de ellos habían llegado al desparpajo de reclamar por mejores provisiones alimenticias y exigir privilegios, a pesar de que el rancho que recibían no era malo. Un hecho particularmente conflictivo con ellos involucró también al alcohol, de acuerdo al mismo relato de Machuca:
Un día supieron que habían llegado unos barriles de vino añejo de Elqui, enviados por el Comité de La Serena para los enfermos y heridos del Coquimbo. Llovieron los giros, no por litros, sino por decálitros. Los cucalones se tomaron todo el añejo; los agraciados ni lo olieron. Conviene decirlo y predicarlo a cuatro vientos. Si Chile se ve envuelto alguna vez en otro conflicto armado, (que tarde o temprano habrá de venir), nada de cucalones, nada de corresponsales de diarios.
Bismarck decía con razón: El fusilamiento de un centenar de periodistas, ahorra un centenar de miles de vidas al ejército.
Sin embargo, el cronista de marras deja claro que no todo el alcohol disponible a los chilenos iba a parar directamente a la embriaguez ni por pista lisa hasta los ratos de diversiones, curiosamente:
El doctor Martínez Ramos guardaba en las bodegas de la Ambulancia Valparaíso, para el servicio profesional, 940 barricas de vino de 225 litros cada una, 6 pipas de pisco de 600 litros, fuera del vino a granel para convalecientes en tinajas vidriadas y en cubas madres de quince mil litros de capacidad.

Tinajas de los siglos XVIII y XIX en la Chichería Durán, de Curacaví, una antigua posada y bodega que abastecía a los viajeros de la primitiva ruta Santiago-Valparaíso.

Detalle de imagen publicada en "La Lira Popular. Poesía popular impresa del siglo XIX", Colección Alamiro de Ávila, selección y prólogo de Micaela Navarrete.

Antiguas botellas de cerveza confeccionadas en cerámica y vidrio, entre las colecciones del Museo Histórico Nacional.

Cerveza "Marca Chancho" vendida por la Compañía Rogers de Valparaíso en 1888, diario "El Sur" de Concepción.

Chicha espumante Pinar de Vitry, de don Luis Ossandón Barros. Publicada en "El Diario Ilustrado" del 4 de abril de 1902.
Como las restricciones al consumo de alcohol frecuentemente no se respetaban, sin embargo, el comandante en jefe de la División Centro, coronel Estanislao del Canto, emitió en Huancayo una orden del 8 de enero 1882 en la que prohibía categóricamente su venta a las tropas de la división so pena de ser llevados ante el tribunal militar y castigar al vendedor con la pérdida de su producto. Sin embargo, el chileno Marco Ibarra Díaz asegura en "La Campaña de la Sierra" que los alcoholes de todos modos se vendían a espaldas de las restricciones, como el chuflay: era una “mezcla de cerveza, pisco, chicha, vino (podían ser solas o combinadas) y distintos agregados como limonada, trozos de frutas o huevo”, como la describe Claudia Arancibia Floody en su estudio titulado “La alimentación en la Guerra del Pacífico. 1879-1884”, para el Concurso de Historia Militar para Miembros Académicos años 2015-2016, de la Academia de Historia Militar.
A mayor abundamiento, el chuflay fue muy popular en Bolivia y posiblemente originario de allá, haciéndose después tradicional dentro de la coctelería de las casitas de remolienda de Chile, traído por soldados y mineros nortinos, conocido además en la clásica bohemia de Santiago, Valparaíso y otras ciudades. De acuerdo a la descripción publicada en la guía “Coctelería criolla” de Camila Sáez y Pablo Durán, la leyenda señala que su nombre podría derivar de una anécdota sucedida cuando un grupo de marinos británicos estacionados en Valparaíso y quienes bebían aguardiente con gaseosa en un bar: para espantar las moscas del mismo gritaron “Shoo, fly!” (¡Fuera, moscas!). Empero, la misma guía señala que en Bolivia existe la convicción de que chuflay es una corrupción fonética de short fly, término usado por los ingenieros del ferrocarril y los maquinistas ingleses para referirse a los atajos y ramales para acortar camino. La bebida habría recibido el nombre por la rapidez con la que embriaga, entonces.
Uno de quienes pasaron un susto con los descritos rigores disciplinarios fue el lautarino Arturo Benavides Santos, según lo que confiesa en sus “Seis años de vacaciones”. El cuerpo del delito fue, en este caso, el dulce vino moqueguano que muchos peruanos en la actualidad consideran el mejor de su país, de hecho:
En el valle de Moquegua se produce una excelente uva, con la que se fabrica un vino semejante al oporto y al jerez.
Una tarde el subteniente de mi compañía don Clodomiro Hurtado, me llamó a su pieza donde estaba reunido con otros oficiales, y me ordenó escribir unos documentos instalándome en una pequeña mesa.
Un amigo de Moquegua le había regalado un barrilito de vino, estaban probándolo y me obsequiaron con una copa preguntándome que tal lo encontraba. Les respondí que nunca había tomado un vino tan agradable, que parecía miel con aguardiente. Varias veces interrumpieron mi trabajo ofreciéndome más vino, que yo aceptaba gustoso…
Desperté en mi cama con gran dolor de cabeza, el cuerpo adolorido y la boca pegajosa…
Llamé al cabo de cuartel, quien me informó que eran como las diez de la mañana, que la compañía estaba en ejercicios, y que el cabo de cuartel saliente me había entregado como arrestado…
Comprendí entonces mi situación, ¡me había embriagado!...
Yo no recordaba sino que había estado en la pieza de los oficiales escribiendo, y que en ella había tomado un exquisito vino
Sin embargo, Benavides descubrió también que era una jugarreta cuando regresó el regimiento desde los ejercicios y un oficial de otra compañía lo hizo llamar, anunciando con fingida solemnidad que había sido nombrado fiscal del caso: los cargos eran por desertor frente al enemigo y desacato. El acusado fingió estar compungido y fue llevado a un Consejo de Guerra formado por oficiales... Todo era una broma pesada.
El aguardiente, en tanto, era destilada en alambiques principalmente de la zona costera y almacenada por lo corriente en cántaros, pisquitos y tinajas. Los había de buena calidad, cuando era preparada con técnicas del brandy a partir de mostos de uvas, y otras de más baja ley como eran los destilados de cañas, maíz y parecidos. Al fondo de la misma tabla estaba el guachacay o huachacai, en cambio, un aguardiente de pésima calidad obtenida del destilado de los restos del orujos y que, sin embargo, se había hecho popular en los estratos bajos y en el mundo minero, vendida por traficantes. Tenía un evidente paralelismo con el aguardiente guachucho de los trabajadores salitreros, argentíferos y cupríferos del desierto de Atacama, entonces, producto que era contrabandeado en los territorios por los llamados guachucheros.
Con su nombre de origen quechua asociado a los conceptos de huacho (bastardo, huéfano) y guachaca (forma en que se llamaba a los ebrios terminales, a diferencia del sentido de personaje popular que se le da hoy), el guachacay ya era bien conocido en Santiago para los tiempos de la conflagración. El periodista, y escritor satírico Juan Rafael Allende, quien firmaba como El Pequén y fuera un gran propagandista durante la guerra, se burlaba en la gaceta “El Padre Padilla” del 29 de septiembre de 1885 de que, al final de un elegante y aristocrático baile realizado hacía tres días en la capital, muchachos de copetudas familias que habían participado del encuentro partieron después hasta el Mercado Central de Mapocho para seguir tomando “un vaso de chicha o una copita de huachacai”, contrastando con su pomposa fiesta.
Volviendo a los asuntos disciplinarios, en "Mi campaña al Perú, 1879-1881" el cronista Justo Abel Rosales se muestra bastante molesto e inconforme con la presencia del alcohol alcance de la soldadesca. “Creo que mientras más tiempo estemos aquí en este puerto, la gente se irá corrompiendo más. ¡Poderosa señora es la chicha! Oficiales, clases y soldados, todos, con pocas excepciones, han sufrido algún castigo por ella”, escribió al respecto. Lo repite casi tal cual en otro de sus capítulos:
Los nutridos relatos que intercalan la vida de cuartel suben de tono con la descripción del incendio de la Antofagasta que parece, guardando la similitud, por el relato, el incendio famoso de la ciudad de San Francisco. La vida de cuartel nos es interiorizada hasta en los más mínimos detalles. Una de las guardias nocturnas hace una lonja de malaya cocida y bien arreglada, dos botellas de buen vino y por vía de llapa una caramañola llena de chicha: “Poderosa señora es la chicha. Oficiales, clases y soldados han sufrido algún castigo por ella”. Cazadores del Desierto y el Batallón Melipilla podían dar mil testimonios.
Rosales reprochó también el comportamiento de algunos soldados de aquel pendenciero y con frecuencia hostil Batallón Melipilla, cuanto tuvieron disponibles las compras de bebidas alcohólicas:
El domingo en la noche, 20 soldados del Melipilla se encontraban con otros tantos del Aconcagua, siendo estos provocados por aquellos cuchillos en mano. Se armó una trifulca de 2 mil demonios. Fue necesario para deshacer el enjambre, mandar un piquete de soldados. Se nos asegura que han resultado algunos de ellos levemente heridos.
Pero donde se deja ver el grado de inmoralidad de los soldados y clases del indicado batallón, que dicho sea de paso, han sido la antítesis de los demás que han estado acantonados en el puerto, es cuando les corresponde servir la guardia de la cárcel. Varias ocasiones ha sucedido que el sargento ha mandado comprar aguardiente, embriagándose él con los soldados de su dependencia y hasta con los mismos presos.
Más allá de los intentos por restringir el alcohol y de castigar las compras furtivas del producto, se presentaba algunas sorpresas curiosas incluso en la búsqueda de agua, sin embargo. Una de ellas es la que señalada sucedida Antonio Urquieta en la pampa de Dolores, en sus “Recuerdos de la vida de campaña en la Guerra del Pacífico”: dice allí que los chilenos, al bajar del cerro después del combate, encontraron no sólo muchos víveres y carne fresca, sino también caramayolas enemigas abandonadas por los derrotados y que contenían agua con aguardiente. El vicio podía unir incluso a los enemigos, en otras palabras.

Alambique en el fundo San Ramón en la Escuela de Artes y Oficios, Santiago, hacia 1901. Imagen publicada en el portal Fotografía Patrimonial (donación de María Teresa Walker Riesco).

Gran Bodega de Chichas Finas de Quilicura y sus chuicos, en lo que ahora es el sector de calle Antonia López de Bello (ex calle Andrés Bello, antigua calle del Cequión) enfrente de La Vega Central. Imagen y nota publicada en revista "Zig-Zag" en el verano de 1911.

Antiguas barricas vitivinícolas, en el Museo de la Chilenidad del Parque Santa Rosa de Apoquindo.

Chuicos con artística cobertura de mimbre y doble asa rodeando las boquillas de vidrio. Imagen publicada por una edición de la revista "En Viaje" de 1961 (Santiago de Chile).

Garrafas antiguas aún utilizadas como contenedores de vino. Imagen tomada del website Picadas.
Es difícil saber si la necesaria agua aquella fue aprovechada aun hallándose “contaminada” con alcohol, o si se la desechó ante el temor a las restricciones de bebidas embriagantes. Empero, el folclore oral estimaba que no fue la única vez cuando los soldados peruanos llegaron “entonados” al campo de batalla: una leyenda decía que el contralmirante y general peruano Lizardo Montero Flores había permitido la borrachera entre todos sus hombres el día de la crucial Batalla del Campo de la Alianza de 1880, ni más ni menos, en donde los chilenos lograron tomar Tacna y sacar a Bolivia del teatro bélico. Aunque quizá se trate sólo de una calumnia de sus enemigos pierolistas, es lo que creía -entre otros- el trágico poeta limeño exiliado en Chile, José Santos Chocano, según lo que confesaba a Joaquín Edwards Bello y que este último comentó en uno de sus artículos reunidos en “Mitópolis”:
Miren ustedes. En Tacna, el jefe del ejército fue el almirante Montero, hombre simpatiquísimo, tan simpatiquísimo, que el día de la batalla estaba todos curados como cuero… No hay plaga peor que los simpáticos…
No sabemos si fue ese exceso de alcohol lo que detonó el comportamiento del Batallón Victoria en la misma batalla, por cierto: dice Diego Barros Arana en su "Historia de la Guerra del Pacífico" que, a pesar de su favorable número y posición, el caos que se produjo en el ala correspondiente a aquella línea peruana que los del Victoria acabaron echándose a la fuga. "Fue inútil que el general Campero mandara hacer fuego contra él; los fugitivos no querían volver al combate, y continuaron corriendo en dispersión", remata el historiador.
Urquieta agrega también algo de lo sucedido en Chorrillos durante la Campaña de Lima, ocasión en que no se perdonaron las bodegas donde encontraron con barricas de vino y aguardiente para los adinerados residentes del lujoso y elegante balneario. Las pipas vineras acabaron “desfondadas a culatazos; los piscos rotos a balazos; las botellas desgolletadas”. La misma cita hizo, curiosamente y desde su lado en el conflicto, el coronel peruano Víctor Miguel Valle Riestra en “¿Cómo fue aquello? 13 de enero de 1881”, aunque evidentemente enfatizando el punto de vista del patriotismo herido y todavía en plena tensión por la odiosa controversia de Tacna y Arica, para cuando publicó la obra:
Dispersa en las calles de Chorrillos la soldadesca chilena asaltó las pulperías y despachos de licores entre el diluvio de balas que se cruzaban en todas direcciones. Las pipas de vinos eran desfondadas a culatazos; los piscos rotos a balazos; las botellas descogolladas al golpe seco del corvo, tinto en sangre enemiga… y amiga; y pocos minutos después 14.000 chilenos estaban borrachos en las calles del Versalles peruano, siendo la oficialidad impotente para contener el desborde, que, repito, era más espantoso que una derrota. En esta, la mancomunidad de la desgracia y de los peligros une a los hombres, pero lo que pasaba en Chorrillos, había relajado, olvidado y atropellado toda subordinación. El “delirium tremens” dominó al ejército invasor por completo.
El puntilloso cronista Rosales agregaba algunos detalles relativos a la fiesta de excesos que se armó entre las casas chorrillanas que quedaron en pie después del embate de aquel verano de 1881. Asegura que, dentro de tanta ebriedad, tuvieron lugar algunas escenas bastante penosas de huifa y meretricio, de hecho, evidentemente facilitadas por la ingesta de alcohol y el sentimiento triunfalista de haber capturado otro de los últimos bastiones de resistencia en el camino a la capital peruana:
Varios soldados encontraron niñas peruanas, según creo, se encerraban con ellas para remoler en una casa, al son de un piano tocado por esas callosas manos. En la puerta de la calle pusieron un centinela armado de rifle y bien municionado. El que pretendía entrar, bala con él. En Chorrillos nuestros soldados se pusieron las botas.
Parecida fue una situación comentada por el coronel Estanislao del Campo en sus “Memorias militares”, cuando recordaba algo de lo sucedido con dos miembros del Regimiento Atacama en la recién tomada Chorrillos, mientras él se mantenía en la planicie del Salto del Fraile:
Con motivo del desorden que hubo para entrar en la población de Chorrillos, dos soldados del Atacama, forzando la puerta de calle de una casa, dando balazos a la chapa, penetraron en ella y sólo encontraron allí a una mujer cuidadora, como de cuarenta y cinco años de edad. Los soldados le exigieron que les diese algo de comer; la cuidadora los llevó al comedor y los festejó con algunos fiambres y conservas, sirviéndoles exquisito vino. Ya estaban para marcharse cuando la mujer les dijo que había champaña y que si deseaban beber una copa. Aceptaron los atacameños y les gustó tanto que ya iban en la quinta botella cuando uno de ellos le dio, en la embriaguez, por hacerle cariño a la mujer, pero el otro le observó que se dejase de esas cosas, porque a él también le gustaba la prenda. El altercado fue subiendo de punto hasta que la misma embriaguez les hizo concebir la idea de desafiarse de una manera muy singular: convinieron en beberse primero otra copa de champaña, después de lo cual se colocarían frente a frente a lo largo del comedor y una vez allí se apuntarían para hacer fuego a la voz de mando que les daría la misma mujer. Hiciéronlo así y la obligaron a que tan pronto viese que estaban apuntando, ella dijese fuego. Hízolo así, y obtuvo por resultado que los dos tiros partiesen al mismo tiempo y los contendores quedasen de espalda, muertos en el acto. La mujer abandonó la casa y marchó a refugiarse al Salto del Fraile, para ocultarse en una cueva que había hacia el lado del mar; pero pasando por el mismo sitio en donde estaba reposando el 2° de Línea, fue detenida, al ver el aspecto de loca que presentaba.
Si bien la saña chilena se había extremado contra Chorrillos por las despiadadas minas explosivas de polvorazos (consideradas por entonces un crimen de guerra) y por el atrincheramiento de tiradores en la propia ciudad, no sólo entonces por el alcohol, el ambiente de celebración desenfrenada y borrachera general que sobrevino superando las capacidades de control del mando militar fue criticado también por el político y cucalón chileno Manuel José Vicuña, presente en el lugar. Aprovechando lo sucedido para verter sus enconos contra el general Manuel Baquedano, de quien era un acérrimo crítico, cuando cayó Lima poco después redactó y publicó en la ciudad con gran rapidez un folleto titulado “Carta Política”. Citado por el historiador peruano Jorge Basadre en sus “Reflexiones en torno a la Guerra de 1879”, Vicuña comentaba allí lo siguiente:
Recuerdo que, con el ministro de Guerra, hacíamos esta reflexión: ¡Cómo nos iría esta noche, si los peruanos, con un poco de audacia, vinieran a atacarnos en número de cuatro mil hombres, sólo de cuatro mil! Todo esto se lo llevaba el diablo, me decía el ministro y la obra de Chile se perdería miserablemente en una hora.
Más aún, la historiografía peruana asegura hasta nuestros días que los chilenos estaban en tal juerga allí en el balneario en ruinas que podrían haber sido vencidos fácilmente con un contraataque nocturno por parte del general Andrés A. Cáceres, como recodaba él en “Memorias. La Guerra del 79 y sus campañas”:
Seguro de lo que pasaba y de que la tropa chilena, entregada al saqueo y la borrachera, se encontraba en pleno proceso de desmoralización (rompiendo los eslabones de la disciplina), no estaría en condiciones de oponer una firme resistencia a un ataque nocturno sorpresivo y vigoroso; consideré oportuno aprovechar de este trastorno producido por enemigo y pensé ser yo quien realizara el ataque, abrigando la convicción de obtener buen resultado. Presentábase un apreciable momento sicológico.
No obstante, el tan cuestionado e intransigente mando peruano del presidente Nicolás de Piérola se habría negado a cursar la autorización para que pudiese proceder Cáceres, a quien se consideraba en su círculo de leales como un adversario político. Nadie sabe, entonces, si la Campaña de Lima realmente pudo terminar esa noche para los chilenos, o si sólo el afán de venganza del apodado Brujo de los Andes le hizo ver una posibilidad de victoria en donde realmente no la había.
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