AVENTURAS Y DESCAROS DE DON CRISTÓBAL EN EL FRENTE

Caricatura "A diestro y siniestro", en donde se ve al títere Don Cristóbal armado con su cachiporra y todo un teatro de muñecos con caras de políticos de la época, en el primer ejemplar del periódico satírico llamado también "Don Cristóbal", del 1 de abril de 1890.
Desde mucho tiempo antes de la Guerra del 79, el personaje Don Cristóbal Polichinela era ya un protagonista antológico y principal de las compañías de títeres criollas. Muñeco de origen español arribado a Chile en los albores de la Independencia según se cree, estaba inspirado en el personaje Pulcinella del teatro popular de la commedia dell’arte en la Italia medieval, correspondiendo a una de las figuras llamadas zanni, que influyeron mucho en el arte de los titiriteros y también en el concepto de los arlequines y primeros clowns de cara blanca. Fue convocado incluso por Federico García Lorca en “Los títeres de cachiporra”, tiempo después.
Don Cristóbal era una especie de identidad en reiteración casi de florilegio, cuya vigencia y notoriedad perduraron hasta avanzado el siglo XX. Técnicamente, se trataba de un títere “de palo” tipo marotte, de los que siguieron siendo populares en Chile sin ser superados por las marionetas italianas o pupis de mandíbula articulada, justo a la inversa de lo que sucedió en Argentina, curiosamente. Acompañante casi infaltable suyo era el travieso Josecito Debajo del Mate, otro quien gozaba de un gran aprecio por parte del público infantil y adulto. Aparecía en escena con Mamá Laucha, llamada a veces Mamá Clara, también de los títeres más queridos de la época y cuya identidad era, esencialmente, otra exportación cultural de España. Los equivalentes a Cristóbal y Mamá Clara en el público europeo de habla inglesa, en tanto, fueron llamados Punch y Judy.
A diferencia de los títeres de guante españoles, sin embargo, el modelo chileno de Don Cristóbal solía carecer de brazos y correspondía muchas veces sólo a una cabeza, generalmente de pelo rubio y piel colorada, manipulado con un palo largo bajo el cuello, el que permanecía oculto bajo un cambucho de telas que se ofrecían como su vestimenta. Con este simple sistema se movía, daba golpes, estiraba el cogote hasta lo absurdo y se agitaba cuando “hablaba” de manera brusca, causando las risas del público. En España, en cambio, Don Cristóbal prácticamente siempre tenía brazos y piezas adicionales como la porra o maza. Era así un perfecto “títere de cachiporra”, propio del teatro de Guiñol o Guignol, arma con la que agredía a otros personajes de la puesta en escena. Los cabezazos, en el caso chileno, solían suplir esta última característica.
Otro conocido veterano del 79 devenido en cronista, Francisco A. Machuca, recordaba en “Las cuatro campañas de la Guerra del Pacífico” que los títeres del Regimiento 4° de Línea sonaron bastante en el campamento de Dolores, en Tarapacá, además de haber participado en otras manifestaciones y espectáculos debidamente autorizados por los jefes:
Se hicieron famosas en Dolores las funciones de títeres del 4° de Línea; con su don Cristóbal, Federico y mamá Laucha, hacían las delicias de esos niños grandes que se apretaban para no helarse, pues las representaciones se efectuaban bajo la estrellada bóveda del cielo, a la luz de algunos chonchones de grasa raspada al charqui.
Los personajes de los títeres vistos por Machuca eran los mismos de todas las principales presentaciones en Santiago, Valparaíso y ahora en los teatros desiertos en guerra, como se aprecia. “Don Cristóbal salía a veces con ciertos desentonos; pero las funciones eran sólo para hombres”, aclara en sus memorias. Saltaba a la vista, también, el hecho de que los muñecos fueron más protagonistas del ambiente recreativo que sus propios titiriteros: los personajes, en efecto, aparecían y reaparecían en diferentes operadores, equipos o compañías artísticas, aunque siempre con Don Cristóbal como el más importante de toda la nómina.
El maestro Samuel Tapia, más conocido en su tiempo como Ño Tapia, destacaba también entre los principales exponentes del arte de los títeres al ir avanzando la guerra, con su propia versión de Don Cristóbal en el retablo. Llama la atención la presencia de un artista peruano como era don Mateo Jeria en estas mismas funciones para los chilenos, de acuerdo lo que señalara el corresponsal de guerra Eloy T. Caviedes, citado por Roberto Hernández en “El roto chileno”. Jeria había hecho la mayor parte de su carrera en Santiago y Valparaíso, gozando ya de prestigio entre el público cuando partió a hacer su aporte a la causa. Uno de los más notables y solícitos fue, además, el Negro Espejo, popular titiritero de su tiempo y quien estuvo muy ocupado ofreciendo entretención en los mismos territorios beligerantes.
De la mano de tan excelentes exponentes del oficio y varios otros dedicados a estas disciplinas, entonces, los números de títeres daban una buena e imperdible ocasión a los subordinados para expresar también reclamos o malestares que habrían sido imposibles de plantear a viva voz desde su condición y por otra vía, escondiéndolos así en la propia rutina de los títeres. Don Cristóbal, por supuesto, no podía tener mejor patente de corso para esta clase de exabruptos, aunque a veces su temeridad excedía a los cercos de los rigores. El grueso de las burlas y ataques, sin embargo, debieron ir dirigidas contra líderes enemigos como el presidente boliviano Hilarión Daza o los peruanos Mariano Ignacio Prado y luego Nicolás de Piérolas, interpretados con muñecos caracterizados en forma ridícula, como seres llenos de vicios, arrogancias y escaso talento intelectual.
Tan bien acogida fue la labor de Espejo durante la Campaña de Tacna y Arica que, en mayo de 1880, cuando murió súbitamente el bienquisto (aunque también muy criticado, es cierto) ministro Rafael Sotomayor Baeza en el campamento cercano a la ciudad tacneña, mientras se hacía cargo en terreno de las cuestiones de la guerra, no se suspendió su función programada: el maestro titiritero la realizó de todos modos, pero dedicándola a la memoria del recién partido ministro de guerra.
Cabe recordar que el reemplazo del fallecido Sotomayor sería el político y empresario José Francisco Vergara. Esta elección fue recibida con amplio malestar de soldados y oficiales del Ejército, dando más y mejores argumentos a los atrevimientos de las rutinas humorísticas capitaneadas por Don Cristóbal, desde allí en adelante. Un caso se dio pocos días antes del famoso intento de la conferencia de paz con los representantes peruanos en Arica, en octubre de 1880, cuando los títeres de Espejo, ayudado por soldados del mismo campamento tacneño, desplegaron una rutina en la que Don Cristóbal largó con total desparpajo un burlón comentario contra los cucalones (civiles metidos por interés o intrusismo en las cuestiones militares, tal cual se identificaba a Vergara), señalándolos como quienes se iban a quedar con la riqueza del salitre a costa del sacrificio militar, provocando un tenso momento que fue descrito en las memorias de Machuca.

La portada del libro francés "Le Petit Théâtre de Guignol", de 1874, muestra un típico "títere de cachiporra" de la época, categoría a la que pertenecía don Cristóbal.

"Punch's Puppet Shew", grabado satírico publicado en Londres por la casa Laurie & Whittle en 1795. Muestra un típico corral básico de títeres o titirimundi.

Función de los títeres Punch and Judy, equivalentes ingleses de Cristóbal y Mamá Laucha, en las calles de Londres durante la época victoriana. Caricatura histórica publicada en el sitio español Titeresante.

Función de títeres al aire libre en Peñalolén, organizada por el general Elías Yáñez (dato de Herkovits Álvarez), en la revista “Sucesos” del 10 de marzo de 1910: “Un tony anuncia que va a empezar la representación de títeres. El general y su familia entre los asistentes a este suceso teatral”. La simpatía del mundo militar y los veteranos del 79 con los títeres venía desde las funciones que presenciaron en campaña, durante la Guerra del Pacífico.

Montaje completo de un teatro Guiñol en la revista "Zig-Zag" de 1910.

Un corral de títeres y sus muñecos en anuncio de exposición navideña de juguetes de la Casa Falconi, de Santiago, en revista "Zig-Zag" a fines de 1913.

Caricatura de funciones de títeres de las fiestas del 18 de septiembre, en revista "Zig-Zag" de 1915.
Cabe observar que los titiriteros y las compañías de teatro llegadas a los vivacs chilenos también se iban a hacer parte de las celebraciones tras el final del conflicto, cuando ya estaba firmada la paz de Ancón y regresaban los héroes a Chile. Por esta razón, las rutinas irreverentes de Don Cristóbal continuaron después con los honores correspondientes a cualquier veterano del 79 que se niega al retiro, manteniendo su popularidad en el imaginario colectivo de la sociedad de esos años. Hasta hubo un periódico satírico y medianamente gobiernista durante la crisis política de 1890 y parte de la Guerra Civil del año siguiente, que ostentaba su nombre: "Don Cristóbal", del hiperactivo Juan Rafael Allende.
En su trabajo sobre la historia de los títeres en Chile, Sergio Herskovits Álvarez trae de vuelta un recuerdo del crítico, dramaturgo y periodista Nathanael Yáñez Silva, quien vio presentaciones del muñeco Don Cristóbal hacia la misma década del 1890. Las funciones se hacían en un modesto solar ubicado en el llano de La Palma por el final de la llamada Cañadilla de la Chimba, en donde está ahora el Hipódromo Chile entre las avenidas Vivaceta e Independencia. El pequeño “auditorio” tenía sencillos asientos preferenciales al frente, unas dos o tres filas de sillas de totora como platea y el resto del público debía permanecer de pie sobre barro y bosta de ganado cubiertos por aserrín. Don Cristóbal era allí “un muñeco de palo, muy mal esculpido, más mal aún que esas esculturas de la Isla de Pascua, para engañar a los coleccionistas de esos que les gusta guardar golpeadores viejos o monos feos”, señala el testimonio. Contaba con “una boca apenas insinuada, y acentuada con carbón, en calidad de rouge, y unos ojos que eran dos puntos, también de carbón o de tinta de mora”, además de exhibir “un cogote extremadamente largo, tan largo que también era recurso de gracia”, pues el operador lo estiraba para asomarlo hacia la platea.
Aparecían en la misma función de La Palma la infaltable Mamá Clara, descrita en el relato de marras como “un muñeco cuyo sexo le daba solamente el pelo, una especie de pelaje de choclo”; y el otro personaje infaltable, Josecito Debajo del Mate, quien intentaba cortejarla encendiendo las iras del cascarrabias Don Cristóbal. Había, además, un toro en la obra, confeccionado sólo con una calabaza o zapallo y dos defensas de madera como cuernos. Pero Yáñez recordaba también que, en una noche, entró discretamente al mismo rancho de las funciones de títeres y tuvo ahí mismo su “primer desencanto del teatro”: cerca del lugar en donde vivía el misterioso artista bajo el muñeco estrella, pudo ver “a Don Cristóbal, cuyo cuello tan gracioso servía a la titiritera para atizar el fuego”... Triste y rotundo desengaño infantil.
A la sazón ya quedaba poco tiempo de existencia para lo que había sido el siglo dorado del teatro de títeres y marionetas en Chile, con Don Cristóbal en la cumbre del mismo; un esplendor debido en gran medida a la Guerra del 79, como hemos visto. El inevitable avance de la oferta recreativa, el advenimiento de otras atracciones como el cine y los cambios en el propio gusto del público habían ido modificando y actualizando las pautas y los referentes artísticos en vigencia, de cara al cada vez más próximo aspecto que tendrían en el siglo XX con sus espectáculos revisteriles, bataclánicos, tecnológicos y números de variedades en general. Si bien el rubro de los títeres estaba lejos de extinguirse, los muñecos de ventrílocuo y otras formas de espectáculos ganarían terreno a los viejos “monos de palo” en el corral, dentro del enorme abanico disponible para la diversión del público.
Una pista sobre qué sucedió después de caer la era de apogeo de Don Cristóbal y ya pasado el protagonismo en el rubro clásico de los títeres en general, la proporciona J. Rafael Carranza en su obra titulada “La Batalla de Yungay”, publicada en 1939, cuando se refiere a las celebraciones de cada aniversario la aquella gesta que da nombre a su libro:
Últimamente, se están celebrando los 20 de enero con misas de campañas, entretenimientos populares para los niños y funciones de biógrafos al aire libre, que han venido a reemplazar a los famosos títeres de Samuel Tapia, los palos ensebados, los globos de grotescas figuras, los fuegos artificiales y las maromas de los circos con sus payasos que enardecían los ánimos del auditorio con sus canciones impregnadas de patriotismo y de sabor criollo.
A pesar de todo, Don Cristóbal había continuado apareciendo en algunas adaptaciones de farsas teatrales, como la de José Ricardo Morales, español nacionalizado chileno tras llegar como refugiado en el famoso navío Winnipeg, cuya obra se titulaba “Burlilla de don Berrendo, doña Caracolines y su amante”. El personaje del títere antológico salía a escena ahora con otros como Berrendo, su esposa Caracolines y un botiquero llamado Infiernillo.
Don Cristóbal también siguió siendo “contratado” para obras infantiles de teatro escolar o de ferias de entretenciones, ciertamente. Sin embargo, es del todo claro que la época del famoso títere y sus acompañantes iba retrocediendo progresivamente en el resto del siglo XX, pasando al olvido en gran parte de la sociedad chilena y al desconocimiento prácticamente total entre las generaciones más jóvenes.
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