PEQUEÑOS Y GRANDES BANQUETES DE GUERRA

Pollo, cerdo y hortalizas... Lo necesario para un gran festín en plena guerra. Fuente imagen: Freepic (IA)

La comida ha sido un factor de camaradería y un momento de entendimiento social reconocido así desde antes de abandonar los cuarteles y marchar al frente de guerra. A su vez, no todo lo referido a alimentación se reducía sólo al elemental rancheo: si las circunstancias lo permitían, la hora de comer podía venir dotada de pequeños placeres extras que hacían infinitamente más grata la situación. 

En la “Crónica de un soldado de la Guerra del Pacífico”, por ejemplo, Hipólito Gutiérrez recuerda lo agradables y buenos que resultaron aquellos días en que eran conducidos él y sus compañeros de armas hacia el norte desde Chillán, tras haberse enrolado como voluntario con un par de amigos cercanos. Describe allí la comida y el ambiente que generaban estos banquetes, presentándose como otro de los factores de distracción que se vivían ya en sus últimos días de pacífica seguridad dentro del territorio chileno:

Y llegamos a la estación de Llay-Llay como a las doce del día, y a Quillota llegamos a una un de la tarde y nos desembarcamos, y nos llevaron a una casa enclausurada que había llena de arboledas, adentro del cuadro, que en esos días había ido otro Batallón de ahí no más, que fue el Regimiento Lautaro que en el norte nos juntamos.

Y nos estuvimos en Quillota el día 23 de octubre hasta el 4 de noviembre. Lo pasamos muy buena vida con las quillotanas, que de todo nos iban a vender adentro del cuartel, que adentro nos hacían las comidas lo mismo que recova y ahí nos pagaron un sueldo, también mejor lo pasamos.

La alimentación, entonces, no era sólo un factor de básica supervivencia: además de dar el descrito momento para compartir con los camaradas, abría espacio a pequeños momentos de lujos y deleite, sobre todo estando ya en campamentos y cuarteles del teatro bélico. Por supuesto, a calidad de la alimentación para el rancho variaba bastante en el camino por los mismos espacios de la guerra, aunque los soldados se las arreglaban para suplir las limitaciones en los momentos de carestías.

Una cueca del folclore recuperada por Samuel Claro en “Chilena o cueca tradicional de acuerdo con las enseñanzas de don Fernando González Marabolí”, recordaba jocosamente algo de aquellos encuentros en torno a la buena comida:

Y el cuartel es una fonda
los soldados los fonderos
los milicos los que gastan
los sargentos los bolseros.

Las cantineras o los encargados de la cocina muchas veces tuvieron insumos suficientes para cenas que podrían ser consideradas realmente de lujo en el contexto de una guerra, aunque fueran excepcionales. Otras veces, sin embargo, la escasez de ingredientes llevó a la necesidad de salir a buscar animales y alimentos para la subsistencia, capturando pollos, cabras o cerdos. La búsqueda de animales para comer puede haber sido el origen del Combate de Tambillo del 6 de diciembre de 1879, además, sucedido cerca de San Pedro de Atacama cuando un grupo de menos de 30 chilenos fue sorprendido y derrotado por un piquete boliviano de casi 70 hombres, en un enfrentamiento cuyos detalles parecen haber inspirado el mito patriótico de la inexistente Batalla de Canchas Blancas, muy recurrido en Bolivia para su propaganda diplomática y de reivindicación marítima en los últimos años.

Algo interesante sobre el tema de marras recuerda también el veterano del 79, J. Arturo Olid Araya, en sus “Crónicas de guerra”. Había sucedido que, después de la primera etapa del cruento y trágico enfrentamiento de la Batalla de Tarapacá del 27 de noviembre de 1879, hubo una engañosa pausa en la mitad de la lucha, durante la cual los soldados bajaron al fondo de la quebrada para cortar brevas y cocinar caldos de ave, improvisando una especie de fonda:

El Coronel, jefe de la división, don Luis Arteaga, distinguidísimo jefe, en su tiempo, que había ido a estudiar estrategia a la Escuela Politécnica de Metz, formaba un interesante grupo con los Coroneles: De Toro Herrera, Vidaurre, Ramírez, Vergara, Santa Cruz y otros, muellemente sentados bajo una frondosa higuera, comentando los sucesos y las distintas fases de la batalla que había dado al traste con la superioridad numérica de los enemigos.

Cerca de ellos chisporroteaba una hermosa fogata y los asistentes vigilaban con celo una majestuosa olla, dentro de la cual hervían unas cuantas gallinas, que ofrecían a los escuálidos estómagos de aquellos viejos y respetables jefes un caldo suculento y reparador.

(…) Mientras los jefes resolvían las medidas estratégicas que dejamos relatadas, y concluía de hervir la sabrosa cazuela que les entonaría el estómago y posiblemente el meollo, la tropa distribuida a lo largo de la quebrada y en una extensión que podía representar una legua, seguía pescando gallinas y atrapando brevas.

-Oigan, hermanitos de la “Marina”, decía un bravo chacabucano, encaramado en la copa de una higuera, aquí me encontré la napa de brevas; pongan una manta para convidarles.

Y corrían dos “Zapadores”, un artillero y tres niños de la “Marina” a recibir los brevazos que el chacabucano les arrojaba como proyectiles.

En un romántico y escondido rincón de una revuelta de la quebrada y bajo unas matas de membrillo, un grupo de oficiales de la “Marina”, del “Chacabuco” y de “Zapadores”, esperaban que hirviera la cazuela.

Agrega el autor que ciertos oficiales se había quitado sus blusas y botas para meterse al arroyuelo en mangas camisa, mientras algunos colocaban un cartel con la frase entonces propia de la más popular de las fondas dieciochenas de Santiago: “Aquí está Silva”, colgando en uno de los árboles. También dice que el alférez Alonso Toro Herrera, hermano del coronel, hizo creer a los presentes que legarían “una ricas empanadas que había encargado preparar a su asistente, aprovechando un horno que descubrieron en un rancho vecino”. Hasta hizo encender fuego y provocar humo para que los más cándidos creyeran que se venía aquel festín de empanadas, sólo para descubrir que no existían, debiendo conformarse con las gallinas en su caldo. Hasta los caballos de los Granaderos pudieron alimentarse a destajo con la alfalfa tarapaqueña, después de 40 horas de ayuno.

Lamentablemente, como es sabido, la segunda parte del combate en la quebrada de Tarapacá convertiría aquel festín de cazuela e higos en la última cena de muchos soldados chilenos y cantineras. Muchos de los que celebraban esos momentos vivieron, a continuación, sus últimas horas felices en aquellas escenas descritas por Araya, partiendo por el bravo Eleuterio Ramírez.

Posteriormente, Tacna y Arica dieron a los chilenos incluso mejores ocasiones de celebración durante el año siguiente. Algo recuerda el presbítero Ruperto Marchan Pereira en sus “Crónica de un capellán de la Guerra del Pacífico”, mientras se refiere al general Baquedano:

En Tacna, como la sed devorase al Ejército, pues los arrieros que conducían las cargas habían sido sorprendidos y las pipas rotas, y algunos jefes se presentasen a para hacerle ver esta gran necesidad: -“¡Agua, agua! dijo, ¡a beber a Tacna!” Y esa misma noche, varios jefes y oficiales de la 1ª división se sentaban en Tacna, a la mesa de un gran banquete que los jefes peruanos habían hecho para celebrar su triunfo.

Empero, el capellán comentó algo también sobre las terribles penurias de aquella marcha por el río Sama y bajo el sol calcinante. Esto es enteramente confirmado por el relato de Arturo Benavides Santos, en sus “Seis años de vacaciones. Recuerdos de la Guerra del Pacífico. 1879-84”:

Para engañar la sed algunos introducían balas en la boca y otros bebían su propia orina…

Yo intenté también hacerlo, agregándole un trozo de chancaca que me quedaba, que pacientemente disolví, pero no pude beberlo, pues al intentarlo me dieron náuseas. Un soldado me los pidió, y como si hubiera sido cristalina y fresca agua, con ansias la bebió…

Terminando la terrible experiencia y tras haber creído con toda sinceridad que perdería la lucha con el calor y el agotamiento, el sargento Benavides pudo comer un poco de tortilla que traía en su morral el coronel Orozimbo Barbosa, logrando dormir con relativa comodidad y sin hambre esa noche. En la mañana siguiente volvió a comer otro trozo de tortilla y bebió un café… Iniciando así un nueva y dura ruta aquel día, entonces, debió saber a néctar de los dioses la comida con la que fue recibido por el capitán José Miguel Vargas, en un tarro puesto sobre el fuego: “una cazuela de chanchito y no tardará mucho en estar lista”, indicó a Benavides antes que este partiera a tomar un baño en un remanso del río:

Al volver la cazuela estaba lista, y mi capitán Vargas me sirvió un buen plato, y me repitió, y agregó un trozo de asado y varios camotes asados al rescoldo. Fue una comida exquisita y opípara. Después de ella me acosté en una cama que, cerca de la del capitán, me preparó si asistente.

Cuando ya estaba consumada la victoria chilena de 1880 en los Altos de la Alianza y fracturada la unidad de ambos países aliados, los chilenos pudieron pasar algunos días de relativa calma en esa misma ciudad de Tacna y con mejores prospectos para su dieta. La humilde provisión de comida que podía asegurarles a diario el mando general ahora contaba con la delicia de las frutas disponibles allí, verdadero tesoro para quienes saben lo que es atravesar sediendo los desiertos, al punto de virtualmente agotarlas. En el texto de una carta que aparece en las crónicas de “Dos soldados en la Guerra del Pacífico”, el veterano Abraham Quiroz escribía a su padre, don Luciano, el 14 de julio:

Me parece que dentro de poco estaremos en nuestra querida patria. Me olvidaba decirle que la batalla fue el día 26 de mayo y concluyó a la una tres cuartos. Siempre tendré un recuerdo para los días que hemos pasado en Tacna, comiendo camotes cocidos asados en charquicán, puchero y toda clase de comidas con camotes con todo el Ejército. Los hemos acabados y ya no quedan frutas. Sólo quedan guayabas.

El mismo Quiroz se refería también a los frutos disponibles en los oasis del desierto y que podían comprar los soldados a los habitantes locales:

Le voy a dar ahora un pequeño detalle de las frutas que se traen de Atacama. Las peras son del porte de un durazno de la Virgen, con poca diferencia y se dan una docena por diez centavos. Las brevas son del porte de los higos de por allá pero muy dulces y se venden a veinte centavos la docena. También he visto damascos pero muy chicos y no los he probado. No sé de la demás fruta que pueda producir este suelo calichoso. En Calama, no se dan más que el maíz y la alfalfa. Del maíz se mantienen los indios.

Otros comentarios pertinentes al tema de estos gratos y modestos festines de la dulce flora aparecen en “Impresiones y recuerdos sobre la campaña al Perú y Bolivia” de José Clemente Larraín el 1 diciembre de 1880, a propósito del desembarco en Pisco y la abundancia de sandías y otras frutas de aquel clima semitropical:

Al salir de nuevo a la calle tuvimos oportunidad de ver la alegría que experimentaba la tropa a la vista de los frescos puestos de frutas y verduras, que no miraban iguales, muchos de ellos, desde su partida de Chile, o al menos desde que dejaron el valle de Moquegua o el de Locumba.

En el campamento de Huancayo, lugar en donde incluso debieron espantar una montonera a cañonazos, encontraron un paraíso de cerdos y gallinas en abundancia: “Estos animales inofensivos la pagaron, pasándose a cuchillo casi todos”, apunta. Y, ya destacados en Lambayeque al norte de Chiclayo, algunos chilenos pudieron conocer y participar también de una antigua forma aristocrática de paseos con fiesta: la experiencia incluía un banquete de ternera asada con su cuero, pezuñas y cuernos, según detalla también Quiroz. Este vacuno iba relleno con un cordero; el cordero con un pavo; el pavo con un pollo; el pollo con un pájaro; el pájaro con un huevo duro; y, finalmente, el huevo con una aceituna que se introducía como parte de los ritos del mismo paseo. Todo esto era cocido en un gran foso con piedras calientes, el que después de un rato de espera se abría para iniciar el suculento festín.

Asadores medievales en el "Opera di Bartolomeo Scappi" y un grabado con el mismo artefacto usado en los mismos tiempos, para asado rotativo.

Actividades antiguas amasanderas y producción de tortillas por maestras indígenas, según la imaginó el ilustrador nacional Rafael Alberto López en una publicación del Estado, en 1929.

El dulcero chileno, con su bandeja, en las ilustraciones sobre costumbrismo chileno del sabio francés Claudio Gay.

Caricatura de sátira política "El Pan", del siglo XIX (revista "El Recluta", 1891), con representación de una panadería. Fuente: Memoria Chilena.

 

Dibujo de una choza o rancho con paradas para comer y descansar, del artista y corresponsal gráfico Melton Prior, y fue publicado por "The Illustrated London News" del 7 de marzo de 1891.

Comentarios, fotografías de los directores y escenas de un campamento militar en el filme nacional "Todo por la patria", año 1918, en la revista "Cine Gaceta" poco antes del estreno oficial. Se observan la escena de un rancho entre ellos.

Un auténtico rancho marinero de jueves, en la Armada de Chile: colación de cazuela, empanadas y atrás los pocillos con huesillos, servidos a bordo del buque LDSH-91 "Sargento Aldea" de la Armada de Chile (Operativo ACRUX Norte, año 2013).

Roscas y bollitos fritos, espolvoreados con azúcar flor. Imagen publicada por Memoria Chilena.

Aquel curioso encuentro, cuyo tipo ya se hallaba en parcial desuso, había sido organizado por un señor local y realizado en un parque a unos dos o tres kilómetros de la ciudad, de acuerdo al relato del veterano, puntualmente en una ramada que había sido armada bajo un gran árbol. Unas 30 personas de ambos sexos acudieron, entre jóvenes y adultos, jugando en la espera a formar parejas al azar y luego cantando canciones con guitarra relacionadas con el mismo banquete... Y todo esto mientras se desplegaba una guerra.

Para las Fiestas Patrias del 18 de septiembre de ese mismo año, la camaradería en los campamentos volvió a aflorar: las carretas prepararon varios banquetes pequeños y el rancho de la tropa incluyó asados y empanadas. La diana había sonado no bien salían el sol ese día, y se izó la bandera cantando la Canción Nacional, acto seguido de una misa de campaña previa al festín. Hubo también brindis por la patria, funciones de títeres y acróbatas, además de bailes de cueca en donde, a falta de féminas y algunos soldados hacían el rol de mujeres, es de suponer que caracterizados de alguna forma. “Algunos se alegraron un tanto más de lo conveniente y uno que otro pasaron de la alegría al llanto, y cobraban sentimientos a sus más amigos”, revelaba Benavides. En Lurín pudieron acceder, además, a otras sabrosas comodidades: “Mi asistente me presentó, a modo de onces, que en el campamento no se acostumbraba, huevos fritos en un plato de caramañola”. En los días que siguieron, a los huevos se sumaron presas de gallina.

Benavides ilustra bastante más sobre los banquetes que, de vez en cuando, podían permitirse. Confirmando lo informado también por Senén Palacios en su relato novelado "Otros tiempos", dice que a orillas del río Sama cada compañía levantó sus ramadas y que eran algo así como los centros sociales. Como cada quien se encargaba de sus propios alimentos, fueron apareciendo grupos formados por cuatro o más hombres, creando así las pequeñas comunidades de rancho que los soldados llamaban con el tradicional nombre de carretas. Este concepto y solución después pasó a ciertas instituciones e incluso al mundo carcelario, en donde aún tiene vigencia.

En esos primeros días allá en Yaras, las carretas llegaban a comer bastante bien: carne de cerdo, cordero, ternera, aves y verduras entre las que figuraban los camotes. Empero, esto era sólo un pequeño lujito o favor para la glotonería, pues los víveres comenzaron a escasear otra vez. Cuando llegaron las ansiadas provisiones pudieron comer otra vez pan, frijoles, charqui y, más tarde, carne de vacuno, preparando como postre el tradicional ulpo o cocho de los campos (harina de trigo tostada, humedecida y azucarada), mientras que en el desayuno contaban con café. Se sabe que algunas carretas reunían también granos de legumbres para tostarlos y hacer así un sucedáneo de esta última bebida.

En las acciones avanzando hacia Lima tuvo lugar del desembarco del 20 de noviembre de 1880 en el puerto de Pisco. De acuerdo a lo que reportó el teniente de navío francés M. Le León en sus “Recuerdos de una misión en el Ejército Chileno”, las tropas eran bien alimentadas y hasta con holgura, a diferencia de lo que sucedía en Lurín donde la comida fue limitada, basada en un guiso de porotos con charqui más harina para tortillas rescoldo. En efecto, el desayuno de Pisco iba con café y un poquito del aguardiente del mismo puerto, a pesar de las restricciones al alcohol. Esta situación aún genera discusiones patrióticas e históricas sobre la originalidad del pisco, producto destilado famoso en aquel puerto y que, de acuerdo a la posición peruana, los chilenos recién conocieron en aquella ocasión, ocupando el puerto del mismo nombre, cosa bastante discutible. Le León agrega que, hacia las 10 horas, se repartía un guiso de puchero hecho con carne, arroz, maíz y pimientos, creemos que una posible variación del colonial locro o algo parecido. Por la noche, en cambio, se servía un abundante plato de porotos.

Si a todo aquello sumamos el pan blanco y la disponibilidad de agua, claramente la alimentación de tales características era un lujo comparada con el precario rancho básico, la choca de los soldados. Sin embargo, el mismo francés recuerda que vituallas alimenticias comenzarían a faltar después, convirtiendo productos como el aguardiente y el vino en maná del cielo cuando aparecían. “La vida al aire libre, la fatiga, daban un excelente apetito, y se había llegado a no inquietarse por la calidad de los alimentos, siempre que se tuviera una buena cantidad”, escribió en sus memorias.

En Chorrillos reaparecerán esos pequeños festines, de acuerdo a lo que informa Benavides, nuevamente con las pobres gallinas peruanas sacrificadas para cada comilona:

Momentos después de pasar el puente de Lurín, mi asistente me presentó el caballo y abriendo uno de los morrales me dejó ver una parte de su contenido: ¡una gallina fiambre…!

La satisfacción que revelaba su cara al manifestarle la sorpresa y placer que sentía, me demostró que su afecto por mí era mayor que el que yo imaginaba.

(…) Mi asistente me insinuó invitar a algunos oficiales, pues por llevar dos gallinas podíamos comer una y dejar la otra de reserva para después de la batalla.

Los oficiales de la compañía disfrutamos una suculenta y sustanciosa cena: gallina fiambre, huevos duros, tortillas de rescoldo y leche condensada de postre. Sólo faltó un poco de vino y café.

No todos vivieron a plenitud las posibilidades culinarias durante la Campaña de Lima, sin embargo. Es lo que se deduce con facilidad si atendemos lo que dejó por testimonio Larraín, quien era a la sazón oficial del Regimiento Esmeralda, mismos quienes lo pasaron colectivamente bastante mal en este ítem cuando fueron los destinados a la retaguardia:

En aquellos días, una mañana llegaron de Chile los amigos Carlos Larraín A. y Salvador Barros, los cuales venían a buscar al pobre Luis Larraín que, como dijimos, había salido herido en Miraflores. Nuestro agrado fue grande al estar en compañía de estos amigos, y como llegasen a la hora del almuerzo, hubimos de invitarlos a nuestro pobre rancho.

Pero fue inútil; ellos no podían participar de nuestra miseria.

Allí, bajo unos árboles, teníamos la mesa; pero era tan desagradable la vista y el olor, que ellos no pudieron gustar ni probar nuestra comida. Y con razón, pues había no distante algunos esqueletos que murieron en la batalla de Chorrillos, los cuales estaban es cierto, carbonizados con el incendio de parafina con que se procuró hacer desaparecer el hedor de la corrupción, pero no obstante estaban a la vista sus despojos.

Y todavía, para hacer imposible todo apetito, había la circunstancia de los miles de moscas que nos rodeaban, las cuales, al servirse un plato, caían de veinte y treinta sobre la cazuela y el biftec. Nosotros estábamos connaturalizados con aquella situación, pero no los que venían habituados a otra vida.

Cabe señalar que las cantineras y vivanderas al servicio del Ejército eran muy buenas proveedoras de bocadillos, frutas, hortalizas, pastelillos y otros alimentos para salir de la monotonía del rancho. Actuaban a veces como pequeñas comerciantes de productos de consumo entre la tropa, entonces, por lo que pasaban a ser consideradas parte del patrimonio de bienestar en los campamentos. Algo de esto se advierte en el poema titulado “El Bulnes”, de alguien quien firma simplemente como El Recluta y que reproduce por Pascual Ahumada en su compilación “Guerra del Pacífico. Documentos oficiales, y demás publicaciones sujetas a la guerra, que ha dado a la luz la prensa de Chile, Perú y Bolivia”:

Ese gran batallón de los chilenos
Que llama “Bulnes” la gentuza rota,
La muerte sufriría y la derrota;
Pero… con los estómagos rellenos.
Tiene cebada y abundantes henos,
De espeso chacolí múltiple bota,
Y, a guisa de la coraza o firme cota,
Largos trozos de charqui entre los senos.
Tienen en mancomún: melocontes,
Duro limón y repasada pera,
Calzoncillos sin fin, muchos colchones,
Queso, jamón, picante y salmuera;
Pasas, huesillos, guindas, orejones.
Y una… Rosa Espinoza… cantinera.

Agrega Benavides, por su lado, que en Puno nadie se complicaba mucho con las labores de la cocina ni parecía buscar su innovación en los menús. Como consecuencia de esta languidez, la variedad de platos disponibles en los ranchos era poca y solía repetirse:

Los oficiales del cuerpo teníamos mesa común, siendo nuestro cocinero uno de los soldados, y jefe del rancho un sargento, el cual tenía por principal obligación pedir y recibir del encargo por municipalidad lo necesario para la mesa de los oficiales. Diariamente recorrían los puestos del mercado, el empleado municipal y el sargento haciendo las compras.

Por tal razón, un día de aquellos Benavides quiso romper la monotonía culinaria y propuso al sargento encargado hacer dulce de camote, pues recordaba con nostalgia el que hacía su madre y las ocasiones cuando raspaba la paila con sus hermanos, disfrutando de aquella delicia. Sin embargo, como el ranchero y el soldado cocinero no sabían preparar aquel popular confite hogareño, tuvo que ofrecerse personalmente para aquello, luego de meditarlo un poco:

Costó encontrar un cedazo para pasar los camotes cocidos, pero al fin se encontró, y un día haciendo yo de jefe y el sargento ranchero y soldado cocinero de ayudantes, emprendimos la tarea de hacer ese dulce. Y a medida que avanzaba en su preparación iba recordando lo que mi madre decía a mis hermanas cuando lo hacía: “hay que pesar igual cantidad de camote cocido y pasado por el cedazo y de azúcar; y revolver sin descanso para que no se pegue, etc.”… Todas recomendaciones de mi padre, las puse en práctica, y yo mismo me encargué de revolver la paila para que no se pegara…

El dulce fue encontrado delicioso y fui ovacionado…

Pero no estuvo en eso mi mayor deleite…

La tuve cuando raspé la paila y cuchareaba las raspaduras calientes, recordando a mi madre, a mis hermanas mayores y a mis menores hermanos…

Y después hice manjar blanco… y también resultó bueno.

Explosiones creativas no muy diferentes a algunas de descritas debieron verse también por el lado de los aliados, especialmente con los peruanos durante el período de escasez que tuvo lugar al final de la Campaña de Lima. Así, aunque la explicación sobre el nombre del famoso platillo llamado causa limeña estaría en la expresión kawsay, de acuerdo autores como Aída Tam Fox, César Coloma Porcari o Rodolfo Tafur, una de las varias teorías sobre su origen lo vincula con la Guerra del Pacífico. Se señala así que un grupo de soldados peruanos desprendidos de la ya destruida resistencia a los chilenos en el camino a Lima, llegaron muy hambrientos hasta la casa o posada de una cocinera en los campos afuera de la capital, rogando que les diera “algo para la causa” y así alimentarse. La mujer improvisó con lo poco que tenía en su despensa: molió papas cocidas, las condimentó y rellenó con algo de huevo duro, aceituna, carne de pollo o pescado, y así había nacido la primera partida de causas. Cierta variante señala que las vivanderas de Lima estuvieron haciendo y vendiendo esta misma receta en aquellos días, ofreciéndolo muy barato y frío en Lima para “ayuda a la causa”.

Las ocasiones de camaradería y festejo por supuesto que permitieron, también, pequeñas atenciones especiales que salían del aburrimiento del rancho diario. Cuando Ibarra pudo regresar a Lima con los del 2° de Línea desde la dura Campaña de la Sierra, por ejemplo, se encontró con un sencillo pero significativo banquete de bienvenida en el Cuartel de la Exposición, a las 19 horas, compuesto de “empanadas y vinos y rancho”. Arturo Givovich, el veterano de origen familiar croata que nos dejara sus relatos de “El rigor de la corneta. Recuerdos de la vida de campaña”, también comentó algo sobre las pequeñas sabrosuras que pudieron permitirse los chilenos al llegar a la entonces desierta ciudad de Pampas y bajo mando del capitán Soler:

Las gallinas no faltaban, la abundancia de huevos era aún más notable: había millares.

En un santiamén los soldados prepararon fritadas de docenas, y los engulleron en tal cantidad, que cuando estuvo listo el rancho, raro fue el que quiso comerlo.

También encontraron chancaca y harina, de manera que las sopaipillas con mil fueron a juntarse con los huevos en aquellos estómagos que durante dos días habían estado haciendo vacío… como una máquina neumática.

De esa manera, entre la a veces delgada línea separando hechos y mitos, a pesar de todas las carencias y precariedades de los ranchos, tanto la buena cocina, como la repostería y la satisfacción alimentaria en su entendimiento más amplio, pudieron hacerse presentes entre los pequeños placeres de paz en medio de la guerra, contentando así momentos de la vida de los hombres en campaña.

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