¿EXISTIÓ LA FAMOSA CHUPILCA DEL DIABLO?

Dentro de las muchas leyendas que el folclore oral y la imaginación literaria aportaron al abultado relato más preciso o cierto de los episodios de la Guerra del Pacífico, destacan casos tan curiosos como el de la famosísima chupilca del Diablo. En los hechos esta fábula está tan profundamente clavada en el imaginario general del conflicto que incluso reputados autores han caído en el mismo engaño; una noción que partió como mera inocencia narrativa, pero que el tiempo ha hecho mutar a algo casi malévolo por el grado de impostura que llega a ocupar entre los hechos demostrables.
Al respecto, se describe la presencia de dicha preparación en episodios claves para el desarrollo de la guerra, como fueron la Batalla del Alto de la Alianza en Tacna, el 26 de mayo de 1880, pero muy especialmente en la Toma del Morro de Arica, el 7 de junio siguiente, victoria concebida por muchos como el resultado de la euforia de la soldadesca chilena sumida en las extrañas propiedades de aquel extraño brebaje. Lo propio se señala en la tradición para ciertos desbordes e incidentes ocurridos durante la Campaña de Lima, en donde se sabe que el alcohol hizo su parte en Chorrillos, por ejemplo. Incluso se especula que habría continuado acompañando a los uniformes durante la sacrificada incursión en las sierras peruanas, calentando así cuerpos y espíritus.
Siendo conocida la aparición de barriles de vino o el hallazgo de aguardientes y piscos en bodegas de ciudades ocupadas, no es menos cierto que la presencia de bebidas embriagantes ha formado parte de la ritualidad militar desde tiempos remotos, sea para invocar el valor, para estimular el triunfalismo o celebrar los laureles recién cortados con verdaderas bacanales. Conocido es el pintoresco caso de los patriotas quienes aseguraron la Independencia en Maipú el 5 de abril de 1818: imitando el mismo estado en que pelearon las huestes napoleónicas en Wagram nueve años antes, sus sinceros sentimientos libertarios podrían haber sido reforzados por los efectos del aguardiente, considerando que el ejército unido había firmado en la mañana de ese mismo día una boleta de compra en el almacén de la comerciante Ana Josefa Irigoyen, por 46 arrobas y un cántaro (unos 550 litros) del producto, documento que hoy se atesora en el Museo del Carmen de Maipú. Curiosamente, los vencedores no pagaron la deuda: doña Ana Josefa enviaría una protesta al director supremo Bernardo O’Higgins durante el año siguiente. La ingesta de este aguardiente pudo haberse dado sido antes del combate, aunque otros piensan que debió ser para la celebración; o bien a ambas etapas.
La familia de preparaciones populares conocidas como chupilcas y pihuelos, muy conocidas aún en el ambiente rural chileno, por lo general usan como base vinos tintos, pipeños o chichas mezcladas con harina tostada y azucarados, tragos llamados también harinados. Algunas preparaciones especiales se hacen con aguardiente, sin embargo, como entre ciertos arrieros de la fría zona cordillerana y pastores indígenas del altiplano, así como mineros que pudieron llevarlo al ejército a través del Regimiento Atacama, por ejemplo, quienes lo preferían al vino por el hecho de no avinagrarse, según se cuenta.
La chupilca del Diablo, sin embargo, involucra básicamente dos productos: aguardiente y pólvora en un vaso, botella o la propia cantimplora del soldado. Dicha pólvora se sacaba supuestamente de las balas, incluso con un rito de “morder” el casquillo para desprender al proyectil de plomo, acto que ya en sí mismo suena bastante poco probable.
La ingesta de la chupilca del Diablo habría hecho que el sujeto entrara en un estado eufórico, con una borrachera que lo hacía temerario hasta la insensatez y apagaba todas las aprensiones que inspira el instinto de autoconservación, así como predisponiéndolo a convertirse en un asesino despiadado e imparable en el lugar del combate. Las explicaciones sobre estas supuestas propiedades son bastante rebuscadas: van desde pretendidos efectos químicos por la descomposición del aguardiente o bien por su contaminación con hongos alucinógenos (proponiéndose el ejemplo de algunas pócimas bebidas por guerreros vikingos para lograr lo mismo) hasta otras ideas lindantes directamente en el pensamiento mágico y sobrenatural. Se presume que sería la razón por la que los peruanos habían llamado “endemoniados” o “endiablados” a los chilenos que luchaban en tal estado de violencia y agresividad, además.
El discurso glorioso y sensacional de la caída del Gibraltar Peruano, como llamó “El Mercurio” del día siguiente al Morro de Arica, fue un aliciente para la creencia de que los chilenos estaban posesos de algo más que energía guerrera en aquel combate. La chupilca del Diablo cobrará así un valor cultural real más allá de su veracidad histórica, entonces, por lo que la encontraremos después cristalizada como símbolo patriótico y bastante folclorizado en ejemplos tales como la pieza “Quieren guerra los peruanos”, transcrita por Samuel Claro en “Chilena o cueca tradicional” con la recopilación hecha por el maestro Fernando González Marabolí:
Y en el Morro de Arica
los veteranos
les dieron como bombo
a los peruanos.
Y a los peruanos, sí
porque a los rotos
la chupilca del Diablo
los vuelve locos.
El comportamiento colérico de la tropa ascendiendo por el peñón ariqueño entre tiros de fusil, cañonazos y estallidos de “polvorazos” en los sectores minados realmente daba para creer que alguna clase de efecto fuera de lo corriente movilizaba semejante frenesí. La célebre observación sobre los 55 minutos que habría llevado la toma y captura del Morro a bayoneta y corvo, misma que los observadores internacionales calculaban entre una semana y hasta seis meses de operaciones, ha sentado otra creencia cruzada con la de una supuesta ingestión de chupilca del Diablo entre ellos, por consiguiente.
En general, se intenta avalar la creencia de que tal bebida existió y fue consumida durante la Guerra del Pacífico apelando a esa misma condición "endiablada" que se habría atribuido a los chilenos luego de ingerirla, no sólo en Arica. Como los mitos tienden a crecer e irse decorando por sí solos en cada peldaño de la transmisión oral, se llegaría a decir que la chupilca del Diablo fue algo de consumo regular y masivo en los ranchos de los chilenos previos a cada enfrentamiento, tomando una supuesta tradición desde costumbres indígenas o bien imitando ciertos ritos guerreros nórdicos, entre otras creencias escasamente respaldables.
Un gran fomentor de la idea sobre el uso del brebaje es el escritor y guionista iquiqueño Jorge Inostrosa, el autor del extenso relato novelado "Adiós al Séptimo de Línea", a partir de 1955. De hecho, los expertos en la Guerra del 79 lo señalan con frecuencia como el principal promotor de la misma quimera. “Brindemos con chupilca del diablo, como cuando íbamos a cargar sobre las fortificaciones de Tacna”, dice en la obra uno de los personajes, mientras los demás soldados se entusiasman pidiendo la bebida y clamando su nombre. “¿No podría echarle un poquito de pólvora, mi sargento, pa que sea chupilca del diablo?”, pedía también un ordenanza con el aguardiente en la mano.

Vista completa del trayecto de la Toma del Morro, en lámina histórica de la entonces joven revista "Zig Zag" de 1905.

La Toma del Morro según cuadro peruano, Museo Histórico Militar de Tacna.

La Toma del Morro en cuadro chileno, Museo Militar de Iquique.

Imágenes recreando la Toma del Morro de Arica en el filme "Todo por la patria", de 1918, publicada años después en una edición de la revista "Ecran", enero de 1969.

Diario "El Mercurio" anunciando en Valparaíso la toma del Morro de Arica, el "Gibraltar Peruano", al día siguiente de la hazaña militar chilena.
Lamentablemente, como muchos han tomado ingenuamente (y hasta tendenciosamente, a veces) el hermoso trabajo de Inostrosa en la misma proporción de lo que sería una fuente histórica, minimizando con esto el hecho de que se trata de una novela con muchos elementos de ficción, varios incautos han caído en la trampa que allí quedó sembrada. Incluso el confiable e ilustrado cronista Enrique Bunster anotaba en 1959, en “Un ángel para Chile”, entre una circunstancia circense que da argumento a la obra:
Esta señora hacía un número con un león como de cien años de edad, que ya apenas meneaba la cola. Antes de la función, para embravecerlo, le daban aguardiente con pólvora, la “chupilca del diablo” que empinaron los soldados chilenos para ir a tomarse el Morro de Arica. Una noche, un gracioso le dio al pobre animal una ración triple de ese brebaje del infierno, y cuando lo entraron a la pista estaba que no veía de curado. Nunca se había visto a la gente reírse como se rio esa vez, y la verdadera fiera era la domadora, que se paseaba por la jaula rugiendo y tirando patadas. A consecuencia de la borrachera, el león Matusalén amaneció muerto y le vendieron el cadáver a un fabricante de salchichas.
El mismo autor decía en "Bala en boca" que a los chilenos "como aperitivo les habían dado la chupilca del diablo, hecha de aguardiente con pólvora" aquel día. Básicamente hablando, esta es la esencial creencia enquistada incluso en personas versadas en la misma Guerra del Pacífico, aunque se comprende que la majadera repetición haya llegado a convertirla en la ilusión de una realidad contaminando la literatura.
En el folclore y la tradición, pues, parece importar bastante poco la imposibilidad de estar cumpliendo con rituales de abrir balas con los dientes o el hecho de que, en la misma Toma del Morro de Arica que consagra la leyenda de la chupilca del Diablo, la escasez de municiones entre los chilenos era casi dramática, haciendo insensata la sola idea de que se estuviesen malgastado masivamente en elaborar un brebaje “energizante”, por efectivo este hubiese sido. Ni hablar de los posibles problemas digestivos a los que se expondría un soldado al hacer tal consumo. No es detalle menor, además, el que la pólvora antigua era de consistencia granulosa y muy probablemente no se disolvía de manera fácil en alcohol.
A mayor abundamiento, no existen menciones al trago diabólico en las memorias de soldados de la Guerra del Pacífico, ni se lo ha visto en partes militares o informes médicos. Tampoco se lo ha podido localizar entre la prensa de la época, ni en los boletines especialmente destinado a informar del desarrollo del conflicto. A la porfía de quienes se hacen eco del mito, además, han salido al paso los rotundos desmentidos formulados por el investigador Marcelo Villalba, fundador y director del Museo de la Guerra del Pacífico Domingo de Toro Herrera. Incluso se destina un capítulo completo al tema en la obra del investigador Rafael Mellafe titulada “Mitos y verdades de la Guerra del Pacífico”.
Empero, la tozudez de algunos divulgadores ha alcanzado grados francamente preocupantes al respecto desoyendo las voces más versadas. Opinantes peruanos y bolivianos también han echado mano al mito en su urgencia de deshumanizar al enemigo y persistir con las descripciones de salvajismo y brutalidad atribuidas durante la conflagración, a pesar de lo indemostrado y la falta de pruebas duras. Algunas aseveraciones sobre el uso de la chupilca del Diablo rayan francamente en el ridículo, de hecho.
Aunque no nos cerramos a la posibilidad de quizá se haya probado alguna vez esta clase de combinación en pequeñas dosis, la verdad es que la necesidad de estar cuidando las municiones disponibles fue una constante de la Guerra del 79, a lo que se suma el hecho indiscutible de lo venenosa que puede resultar la pólvora si se la bebe en cierta cantidad, fundamentalmente por el azufre y el nitrato de potasio, tanto en la versión del siglo XIX como en la actualmente usada para las municiones. Más aún, en varias oportunidades ha ocurrido que conscriptos jóvenes se intoxicaron e incluso murieron intentando hacer la famosa combinación, especialmente mientras realizan su servicio militar, en donde se ha estimado a la chupilca del Diablo necesaria hasta en ritos de iniciación según parece.
Ahora bien, ¿desde dónde puede provenir el concepto y la descripción de la chupilca del Diablo? Un dato interesante es que existía una forma de adulteración de aguardiente en el siglo XVIII que podía incluir pólvora pero en muy bajas cantidades, según se lee en artículo “Sorry Chile, la ‘chupilca del diablo’ es mendocina” del 14 de mayo de 2019, publicado en el medio “El Mendo”. Empero, en modo alguno podemos estimarla como un trago o una preparación particular. Entre las actas capitulares de Mendoza, pues, aparece una advertencia formulada por don Agustín Gómez Pacheco Cevallos sobre este asunto:
Para los años de 1767 y 68. Muy Ilustre Cabildo Justicia y Regimiento; el Procurador General de esta ciudad en forma de derecho ante V.S. (Vuestra Señoría) parece y dice, que por cuanto la Ley y Ordenanza Real de Castilla y de las Indias previene, manda y ordena (…) y porque el Procurador sabe, está informado, y cerciorado, por persona de ciencia y conciencia, que muchos sujetos vecinos de esta ciudad y habitantes en ella hacen y sacan aguardientes misturando al mosto o vino, higos, brevas y otras frutas, y asimismo ají, alumbre, pólvora, corteza de quillay, quillo-quillo, hojas de naranjo, y otros mostos fuertes y depravados a fin de dar fortaleza a estos aguardientes, y que haga mucha espuma para que de esta suerte engañar a los que les compran en lo cual cometen grave delito, y en mucho mayor en grado superlativo con las muertes repentinas, y graves enfermedades que ha causado el dicho aguardiente adulterado a los que les han usado como así se ha experimentado en esta ciudad y han informado los médicos a el Procurador de ella, y para obviar y evitar tan graves perjuicios se ha de servir V.S. de mandar se publique por bando para que llegue a noticia de todos que dichos aguardientes se hagan y saquen, conforme previene la dicha Ley y Ordenanza Real…
Con respecto al rito mismo de la ingesta de chupilca del Diablo, se sabe de tradiciones del Lejano Oeste de los Estados Unidos con aparentes "pruebas" de calidad y graduación que se hacían en las cantinas con el whisky, derramándolo sobre pólvora para luego encenderlo: si ambos ardían, el whisky tenía poca agua, o al menos eso decía la leyenda. En caso de ser cierto, esto quizá haya sido conocido por los rotos que se reclutaron en los trabajos mineros durante la Fiebre del Oro, pero no hay razones para creer que se importó a Chile y menos que llegara a formar parte del rancho de las tropas, ni que fuera algo para compartir fraternalmente entre carretas.
También existía otro ritual antiguo parecido a un "tequilazo", pero con aguardiente y una pequeña cantidad de pólvora en lugar de la sal, entre tiradores hispanos de municiones para carga por boca de cañón. Se decía que los artilleros en Chile bebían un trago de vino y excepcionalmente de aguardiente o pisco en la vaina caliente del proyectil recién detonado y con la pólvora quemada, en su primer tiro. Otras historias aseguran que algunos soldados vertían el contenido de pólvora de sólo una bala en el vaso o botella con aguardiente, pero en ninguno de ambos casos hay una mezcla proporcional a lo que se describe como "receta" de la chupilca del Diablo.
A pesar de todo, la diabólica combinación se ha cristalizado en el imaginario nacional de manera que ya parece irreversible. En los años sesenta y setenta era conocida incluso la venta de un cocktail con el mismo nombre en un establecimiento de Santiago oriente llamado El Sarao, en la calle Fray Angélico de Las Condes. Obviamente, no se hacía con la mítica y tóxica receta señalada por la tradición. Más recientemente, además, se han creado las marcas Chupilca del Diablo para etiquetar cierta aguardiente de 50 grados y La Chupilca (en homenaje al mismo producto) para un curioso licor de lúcuma dulce con picante de pimienta. Algunas versiones de alcoholes producidos clandestinamente por los internos de recintos penitenciarios también son denominados en la jerga como chupilcas del Diablo, por los efectos eufóricos que se dice llegan a provocar en quien los bebe.
Dejando de lado los cuentos sobre tragos del recetario del Diablo, entonces, queremos creer que los sufridos soldados sí pudieron conocer en el campo de la guerra las bondades del vino, la chicha o el aguardiente en las auténticas chupilcas y pihuelos; es decir, con harina tostada o dorada. Lejos de ser venenosas, estas preparaciones constituyen toda una excepción al común de los tragos populares por alimentar con su ingrediente de harina, satisfaciendo así al estómago tanto como alegran el alma de los comensales a lo largo de los siglos en la tradición coctelera nacional.
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