UN TEATRO ESCÉNICO EN EL TEATRO BÉLICO

Imágenes y personajes del drama teatral y musical "El jirón de la bandera", publicadas en la revista "Sucesos", en febrero de 1912. Representaciones de la Toma del Morro de Arica.

Hubo tiempos en los que se quiso hacer competir al teatro docto con las chinganas y los bodegones de las fiestas del bajo pueblo, paternal pero peregrina idea con la que comulgaron figuras de alta figuración intelectual, como fray Camilo Henríquez y don Andrés Bello. La plebe, en cambio, prefirió y seguía prefiriendo las expresiones más profanas de estas artes como teatro volatinero, mojigangas, zarzuelas, sainetes y los llamados “juguetes” de comedia. Era evidente que las manifestaciones teatrales más populares iban a prevalecer, sin necesidad de competir con las más refinadas o culturales, tendencia que también ocuparía momentos de la Guerra del Pacífico.

La primera sala techada con modelo de cámara, distante de los viejos corrales teatrales, había sido construida durante la Reconquista en la esquina de Merced con Mosqueto de Santiago. No era gran cosa, pero sí un avance para tiempos cuando comenzaba la relación del país con el teatro, de manera atrasada e inconstante, partiendo con experiencias coloniales como los autos sacramentales y pasando años después a experiencias más bien experimentales, como un corral escénico construido cerca de la orilla del Mapocho. Hubo otros experimentos previos, además, en la Plaza de Toros del Basural, en donde está ahora el Mercado Central, y en la calle de las Ramadas de Santiago, actual Esmeralda.

Una vez lograda la Independencia, el coronel Domingo Arteaga, estrecho colaborador de Bernardo O'Higgins, habilitó la primera sala republicana en la plaza de la misma calle de Las Ramadas, hacia fines de 1818. Lo llevaría después a un salón de los jesuitas en calle Catedral y, finalmente, a un recinto más grande y constituido en la Plaza de la Compañía de Jesús en Bandera con Compañía, justo al lado del Palacio del Real Tribunal del Consulado, en donde están ahora los Tribunales de Justicia de Santiago. Conocido como el Teatro Arteaga, en este sitio comenzó una tradición de largo tiro: cantar la canción nacional al inicio de cada función. O’Higgins y otros jefes de gobierno tuvieron su palco reservado allí.

La sala comenzó a encontrar competidores como el pequeño Teatro Nacional de la Plaza de Armas, en 1827, el que recibió también funciones de canto lírico. Tras años funcionando como principal teatro de Chile, el Arteaga terminaría por cerrar en 1836, aunque nada parecía consolidado aún en el rubro, destacando sólo las actividades de don Wenceslao Urbistondo hacia 1840. También se integrarían al circuito el teatro de la Universidad de San Felipe, en donde ahora está el Teatro Municipal; y el Teatro de Variedades de la fonda Parral, en calle Duarte, actual Lord Cochrane. El desarrollo al primer Teatro Victoria de Valparaíso, en 1844, y el primer edificio del Teatro Municipal de Santiago, en 1857. Vinieron a aparecer en la capital, entonces, el Teatro Popular de San Diego con Matta, el Teatro Lírico de calle Moneda, el Teatro de Variedades de Huérfanos y el Teatro Nacional de Morandé, estos últimos dos abiertos casi en la antesala de la Guerra del Pacífico.

Ese era, en general, el panorama de las artes teatrales y sus salas en Chile cuando comenzó el convulsivo año 1879. Ya se conocían las temporadas de obras, las funciones de compañías internacionales, las presentaciones de ópera y las que correspondían más propiamente tales al teatro popular como el descrito. Las salas eran, pues, otro ámbito de la vida social de esos años, algunas dotadas de cuartos para tertulias, cafés y hasta fondas propias como parte del recinto. Además, muchos hombres de la oficialidad chilena tenían cierto contacto estrecho con las artes doctas de literatura, música, filarmónicas, teatro y ópera. Era el caso del general Marcos Segundo Maturana, por ejemplo, quien fue también uno de los impulsores de la fundación del Museo de Bellas Artes entre 1879 y 1880, junto al escultor José Miguel Blanco y algunos otros intelectuales que se acoplaron al proyecto.

Puede afirmarse que, en rigor, desde el mismo desembarco en Antofagasta muchos chilenos interesados en el teatro estaban buscando posibilidades de esparcimiento escénico en esta ciudad, de acuerdo a sus propios gustos. En sus memorias de “Mi campaña al Perú”, por ejemplo, Justo Abel Rosales menciona varias presentaciones de obras, funciones de homenaje y bandas de guerra en los teatros de los centros urbanos comprometidos en la conflagración. Hay un episodio especialmente curioso al respecto en sus apuntes sobre lo que fue estar el mismo puerto antofagastino, el 8 de abril de 1880, tras los funerales del joven sargento del Regimiento Aconcagua, F. Javier Santander, fallecido por enfermedad. Suponemos que el teatro al que asiste el autor debió ser uno construido en 1871 y destruido en el incendio de 1890, en donde está ahora el Cuartel de Bomberos de Antofagasta:

La función teatral se había anunciado pomposamente, engalanando con banderolas el frente del teatro y haciendo circular la hoja impresa que acompaño, con una hermosa dedicatoria.

A instancias de Bysivinger y otros sargentos, fui al teatro. A la derecha de la entrada a la galería, única a que se nos permitía entrar, había una especie de hoyo, como de dos metros de profundidad. Me estiraba sobre mis talones para ver, por sobre la mucha gente que delante de mí había, que orquesta tocaba. Tanto me estiré, que perdí el equilibrio y... cataplún... caí al fondo dando un estruendoso batacazo. Se entiende que hubo risas y bromas de los compañeros; pero luego se apagó la bulla y todos pusieron atención a la música, con gran satisfacción mía.

El teatro es pequeño, y los palcos son inferiores a la galería del Municipal de Santiago. En uno de los palcos de 1ª había una dama vestida con cierta elegancia. Me pareció ser una de las principales del pueblo. Sin embargo, una mala lengua me dijo que en Valparaíso era una vendedora de licores. En platea había sombreros de pita y de paño alones. Pero en los palcos se veía gente de frac y de casaca, lo que formaba un aspecto más serio. Sobre todo, ahí estaban los uniformes del Aconcagua, a quienes se dedicaba la función.

Poca cosa vi, pues además del porrazo y de las copas bebidas, me entró un sueño soberano y me salí al 2° acto.

Aunque debió suceder algo parecido en otros centros urbanos como Calama e Iquique, fue la ocupación chilena de Lima lo que parece haber abierto las más gratas posibilidades para los chilenos de entenderse con el teatro profesional y bien establecido, además de otras recreaciones. Y es que el espectáculo teatral seguía en su apogeo dentro de las salas por aquellos años, no habiendo pueblito, oficina salitrera o campamento minero que no tuviese aunque sea un pequeño espacio dedicado a las presentaciones de compañías artísticas. Sólo la irrupción de las proyectoras de cine cambiaría este panorama, a partir de fines del signo, dando una prioridad nueva a los mismos teatros.

Sin embargo, debe insistirse en el hecho de que no todas las entretenciones de batallones y regimientos del 79 provenían de los teatros constituidos que hallasen en el camino; ni siquiera de las compañías profesionales llegadas por contrato o voluntad patriótica hasta los campamentos de los soldados, aportando su fracción a las motivaciones de la lucha. En realidad, buena parte de todas las actividades artísticas era la misma que lograba ser improvisada ingeniosamente y de forma amateur por los propios hombres y mujeres de la guerra, en otra de las muchas búsquedas rápidas y eficaces de recreación cuando la muerte violenta no acechara. Otras veces, pequeños cuerpos de actores ofrecían sus artes en estas circunstancias pero "parchando" papeles bacantes con voluntarios del mismo público.

Vista completa de un clásico corral de comedias español, con público y en plena función. Fuente imagen: sitio A Viagem dos Argonautas.

Ilustración de un clásico corral de comedias. Fuente imagen: lclcarmen, blog de lengua y literatura.

Real Universidad de San Felipe, en Santiago, en donde funcionó otro de los primeros teatros republicanos chilenos. Fuente: Biblioteca del Congreso Nacional. 

Volante anunciando la presentación de M. Paul en el Teatro de Variedades de Santiago, en 1860. De las colecciones de la Biblioteca Nacional.

Portada de "El General Daza. Juguete cómico en un acto y en verso” del Juan Rafael Allende, obra teatral humorística de 1879 y hecha especialmente para inflar de ánimos patriotas al público, cuando la guerra ya había estallado.

Edificio del cuartel de bomberos (con torre) y del Teatro de Antofagasta (en fachada blanca y de columnas), hacia las primeras décadas del siglo XX.

De las palabras vertidas por Benjamín Vicuña Mackenna en su enciclopédico “El Álbum de la Gloria de Chile” se desprende, además, que muchas de las presencias del teatro de muñecos, magia y volatín en el frente bélico tampoco provenían por entonces sólo desde los maestros del oficio como los titiriteros Jeria, Tapia o Espejo, ni de las demás compañías dramáticas o circenses contratadas por el Ministerio de Guerra a cargo aún de Rafael Sotomayor. También dependían de las improvisaciones combinadas con las artesanías o disfraces que eran capaces de hacer los propios soldados, acaso en su mayor medida.

Algo muy parecido a lo recién descrito señalaron los protagonistas de la guerra, como el veterano Antonio Urquieta en sus entretenidos "Recuerdos de la vida de campaña en la Guerra del Pacífico". Dice algo interesante al mencionar, por ejemplo, la presencia de teatro y maromas que montaban sobre la marcha los soldados destacados en los campamentos dispersos por Tarapacá y al interior de Pisagua. Se trataba de presentaciones jocosas y recreativas a las que incluso acudían altos oficiales, algunos de ellos haciéndose cargo de los costos de los trajes usados en cada obra, de hecho. Sin embargo, la crónica confirma también que, para el caso de los títeres, muchas veces estos acabaron siendo prohibidos, especialmente cuando sus contenidos se volvían lindantes en la indisciplina o se salían de toda prudencia aprovechando la ocasión para deslizar críticas contra las autoridades políticas y militares.

En otro alcance del mismo asunto, debe considerarse como algo muy probable el que, en el caso específico de algunas instancias más dramáticas o de pretensiones realmente artísticas, las mujeres de la guerra, las cantineras y luego las llamadas camaradas, hayan tenido una importante contribución protagónica para las artes teatrales de los campamentos militares, especialmente en las campañas de Tarapacá, Tacna-Arica y Lima. Consideremos para esto que, además, era tanta la comunidad y participación que mantenían ellas con los hombres de las tropas que, a veces, ni siquiera había manifestaciones de grandes pudores a la hora de la desnudez o del baño personal, como señalaron en su momento escandalizados testigos de la vida en los vivacs.

Algo más aporta el mismo Vicuña Mackenna, refiriéndose ahora a aquellas diversiones disponibles entre las tiendas y tolderas. Particularmente, menciona una obra de 1880 interpretada por el sargento Rodolfo Prieto y una cantinera como parte de la celebración de Fiestas Patrias de aquel año, efeméride que constituía otra de las pocas fechas con algo parecido a celebraciones durante las campañas:

El 18 de septiembre, los sargentos del Atacama, entre muchas y variadas funciones patrióticas, representaron con general aplauso la linda comedia “Flor de un día”, siendo protagonizada por el sargento Prieto y la dama una señorita Ipinza que acompañaba a su marido, sargento de la banda del Atacama.

Don José Toribio Medina, en tanto, dejó también una interesante relación sobre el mismo tema de nuestras atenciones, en un texto suyo que se incluye en la obra “Una excursión a Tarapacá. Los Juzgados de Tarapacá. 1880-1881”. Se refiere allí a las capacidades que llegaban a demostrar algunos de los hombres más motivados con la idea de ofrecer funciones teatrales sencillas pero incluso con la misma calidad de una actuación profesional, al menos entre las unidades que tenían más prebendas y recursos para hacer estos despliegues escénicos:

Ya con el Valdivia pasa otra cosa. Llama desde luego la atención el cómodo alojamiento que poseen, y el patio de las casas útiles de una maroma y el proscenio de un teatro. A cualquiera que no haya presenciado lo que los soldados chilenos son capaces de ejecutar en este orden, aquellos aparatos parecerían un contrasentido, una muestra completamente “desplacé” de una cultura y de un ingenio que no quiere reconocerse en nuestros rotos, tan trabajadores, tan calumniados, tan sufridos, tan patriotas y tan fieles.

Pero es necesario oír contar lo que ellos han realizado en este orden durante la presente campaña para estimar como perfectamente natural el maroma y proscenio a que nos hemos referido. Pregunten ustedes quién les ha enseñado a “jugar” los títeres, quién les ha proporcionado dramas y quién se los ha ensayado para representarlos; pregunten ustedes de dónde han podido proporcionarse en los calichales del desierto trajes adecuados para sus fiestas; pregunten ustedes cómo, en recuerdo de las funciones de Pascua, las más populares en nuestro país después de las del Dieciocho, supieron representar en grande y al natural las ventas de la Alameda, los bailes del tabladillo con disfraces femeninos, y al decantado minero; y lo que es más admirable, cómo el ingenio festivo de los soldados ha sabido idear y escribir en verso dramas de circunstancia en que figuraba el incomparable Daza y demás acompañamiento de los ridículos personajes y sucesos de la alianza.

Y en esto, preciso confesarlo, han superado a los expedicionarios del año 38, que sólo supieron comprar romances relatando sus propias hazañas y las de la sargento Candelaria. Aquí se encuentran también bardos de poncho, que no han dejado ni dejarán en adelante de relatar la historia de esta prodigiosa campaña, pero con la tinta negra y verídica (aunque sin hiel) en que han de ser justos como siempre, quitando reputaciones usurpadas y máscaras grotescas para colocar en su lugar al valor, a los buenos y a los inteligentes.

De todas aquellas funciones recreativas armadas y ejecutadas sólo con la voluntad de los individuos, por un lado, y el ánimo mancomunado, por el otro, se conoce que estas podían pasar por casi todas las posibilidades que permiten las artes escénicas. Incluían también algunas jugarretas, desafíos y simulaciones humorísticas en donde la participación se disfrutaba tanto como la posición del espectador. En el ámbito escénico más informal, de hecho, existieron varias otras posibilidades de puestas en escena que encontró la creatividad para hallar relajos y liberar las tensiones naturales al estado de alerta permanente en que se vivía. En uno más docto, la guerra sería inspiración de muchas obras posteriores con un sentido más épico y conmemorativo, como toda epopeya.

Así las cosas, las inocentes jugarretas y simulaciones de situaciones protocolares dentro del mundo militar (como los juicios marciales realizados a un perro y otro a una cabra, de los que se tiene testimonio), o bien las celebraciones hasta con disfraces, muchas veces al son de la música folclórica traída por los que se manejaban mejor en los instrumentos, con frecuencia se tradujeron también en experiencias de teatro aficionado o acaso del más trabajado, pero teatro hecho y derecho en ambos casos. He aquí otra singularidad de la vida en la guerra, abriendo pequeños y pacíficos espacios incluso para las artes dramáticas y de representación actoral.

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